El dulce sabor de la muerte en México

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El dulce sabor de la muerte en México

El tema de la muerte en México implica misticismo, pero tiene un sabor dulce, como el de las golosinas de alfeñique que aprendí a hacer en un taller artesanal.

"El tema de la muerte en México lleva cierto misticismo consigo", me dice Yanira frente a su puesto de alfeñiques —una especie de confitura—, donde nos miran cientos de cráneos hechos de azúcar, con ojos de lentejuela brillante y líneas garigoleadas sobre el rostro blanco, sonrientes. Algunos con sombrero de ala ancha, flores de pasta dulce y plumas, y otras con un penacho garigoleado. "El hecho de ver a la muerte pintada, de colores, alegre, es porque es una cita que todos tenemos. Y hay que convivir con eso".

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Esta chica ha suspendido por unas horas su labor como abogada para ir a atender junto a su mamá Araceli Sánchez —quien también ha hecho a un lado el consultorio dental por unos días— el puesto semifijo donde venden cráneos o calaveritas de azúcar durante las tres semanas de la Feria del Alfeñique, en Toluca, a unos 66 kilómetros de la Ciudad de México. Si bien este dulce quebradizo resulta de una pasta hecha con azúcar, clara de huevo, jugo de limón y una planta llamada chaucle —aunque ahora se usa grenetina—, para los artesanos la calavera cabe en la categoría de alfeñique, porque también es un producto frágil, y eso es lo que significa precisamente esa palabra: de aspecto delicado y constitución física débil.

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La familia Sánchez ha elaborado las calaveritas de azúcar durante más de 100 años. El origen del oficio familiar se ha perdido en el tiempo, sólo saben que sus ancestros también fabricaban esta artesanía comestible y que en 1630 se otorgó en Toluca el primer registro para la venta del alfeñique.

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Dulces de alfeñique.

La calaverita es uno de los elementos más representativos en la ofrenda que se coloca en casas y panteones de México durante el Día de Muertos, el 2 de noviembre. Debido al colorido y carácter jocoso de esta celebración, algunos extranjeros suponen que los mexicanos nos burlamos de la muerte y jugamos con ella. Sin embargo, nada tiene que ver con un asunto macabro o morboso. En este festejo se le rinde culto a los antepasados, pues en México se tiene la creencia de que las almas de nuestros parientes o amigos, los que ya han dejado este mundo, regresan por un día a convivir con sus familiares vivos. Esta promesa es una de las razones por la que se hace tanta algarabía durante la última semana de octubre y los primeros días de noviembre de cada año.

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"Lo más importante es mantener la tradición. Igual te invito al taller para que veas la forma en cómo se produce. Es algo muy padre". Le tomo la palabra a Yanira y al otro día Arturo Sánchez, su tío, me recibe en el taller, que está dentro de su casa.

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Taller de Arturo Sánchez.

Al cruzar la puerta de entrada percibo un olor a leche endulzada y canela. El espacio está dividido en dos: la cocina, en la que se encuentran seis hornillas que soportan enormes cacerolas de acero inoxidable donde se están cocinando desde hace siete horas los chongos zamoranos (un postre de leche cuajada con canela y piloncillo); y uno más grande, en el cual hay una mesa con una plataforma de metal que abarca casi tres cuartos de la habitación, algunos costales con azúcar apilados, y estantes de metal en las paredes, donde reposan las herramientas para elaborar los dulces.

Arturo, un hombre de unos 50 años, es el guardián del oficio de la familia Sánchez. De los seis hijos que tuvo Don Carmelo, el patriarca de este clan, sólo él se dedica de tiempo completo a la elaboración de dulces tradicionales: turrones, limones rellenos de coco rayado, higos y otras frutas cristalizados, palanquetas, jamoncillos y, por supuesto, las calaveritas de azúcar.

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Arturo Sánchez en su taller. Cazo de cobre con el azúcar para las calaveras de azúcar.

"La familia de mi papá tuvo cuatro hermanos hombres y una mujer. Los cuatro sabían trabajar el dulce y el único que hizo carrera fue mi papá. Él era contador y los demás eran artesanos dulceros. Y ahora nosotros somos cuatro hombres y dos mujeres, de los cuales todos tenemos profesión y el único que se dedica a esto soy yo. Da risa, pero en una sola generación se puede perder tan fácil una tradición", dice Arturo que ha pedido la ayuda de Antonio, un joven de 25 años, colega artesano y amigo de la familia, y a su hijo de siete años, quien desde esa edad está aprendiendo los secretos del oficio.

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A la voz de Arturo, Antonio coloca en un cazo de cobre azúcar refinado y agua —400 mililitros del líquido por cada kilo de azúcar— y los revuelve un poco. Coloca el traste y su contenido en una de las hornillas cubiertas por mosaico y da vuelta a la perilla. Enseguida Antonio agrega el zumo de unos cuatro limones que darán sabor a la mezcla y, sobre todo, firmeza y me invita a revolver el caldo, hasta que el azúcar se disuelva, con una pala de madera chamuscada un poco del mango por haberse quedado mucho tiempo recargada sobre el cazo. Ese accidente hace que el instrumento se amoldé perfecto a la mano.

No es un trabajo pesado y es muy rápido de ejecutar. El azúcar que queda alrededor del cazo se remueve con una escobilla de raíz de arroz. El resto es fácil: sólo hay que vigilar el jarabe hasta que esté en su punto.

Luego de unos 25 minutos Antonio apaga la hormilla. El jarabe está hirviendo, burbujea y expulsa vapor. El hombre coloca a un lado del cazo una cubeta con agua fría, sumerge en ella su mano, la saca, sacude el exceso de agua y mete la punta de los dedos a la mezcla que rebasa los 100 grados centígrados. En un movimiento rápido regresa la mano al cubo y obtiene una bola transparente y suave, maleable, que no se pega en los dedos. La mezcla está en su punto.

Es mi turno de intentar la tarea. Sumerjo la mano en el agua. "Hasta que sientas los dedos fríos", me dice Antonio. Se hacen hacia atrás, miedosos de que haga un mal movimiento y queme a alguien.

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Aguardo unos segundos más que él; mi mano se siente con una temperatura más baja que el resto de mi cuerpo, pero aún estoy reuniendo el valor suficiente. Rápido meto la mano al cazo y de nuevo la regreso al agua. Las risas no se hacen esperar. El temor de quemar mis dedos fue más grande y no tomé ni una gota del jarabe hirviente. Pido hacer otro intento. En mi cabeza sé que no me voy a quemar porque el agua funciona como aislante, pero el instinto me dice lo contrario.

Lo hago de nuevo y vuelvo a fallar.

Pido una tercera oportunidad, debo vencer el miedo. Me advierten que tengo que darme prisa si no se va a pasar el calor y ya no saldrá bien la prueba. Respiro profundo, siento la mano fría, la saco del agua y por fin la punta de mis dedos apenas tocan la mezcla dulce del cazo de cobre. Consigo una pequeña película que se vuelve flexible en cuanto toca el agua. Mis dedos tienen una coloración rojiza por el frío y no por el calor del jarabe caliente.

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Jarabe de azúcar en su punto.A ver cómo sale

"Hace años, ya sabes, la innovación de los jóvenes, le dije a mi papá: con un termómetro. Él me dijo que sí. Lo compré pero se me fue al cazo, al fondo, para sacarlo tuve que vaciarlo. Me dije: vamos a volver a lo tradicional", me cuenta Arturo en medio de carcajadas. "Sí, a meter los dedos. No le fallas".

"Lo que a veces te llega a fallar es el agua", interviene Antonio, "si está muy tibia no te da el punto perfecto y se te pasa, o si está muy fría te da muy rápido el punto y te queda suave".

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Arturo aprendió el oficio de su papá, creció con él, al lado del olor dulce y el calor de las hornillas. De niño lo subía a la mesa de trabajo para que rodara caramelo y formara los bastones rojos que se venden en Navidad. Don Carmelo, además, trabajó para el gobierno municipal. Cuando llegaba a casa, se quitaba el saco y la corbata y se metía a su taller de dulces. Ahí estaba su hijo checando el punto del azúcar o viendo la cocción del turrón.

Un día, Don Carmelo tuvo una parálisis facial y no podía entrarle al calor del taller, se acercaba la Feria del Alfeñique, la temporada fuerte de venta. Arturo, que ya rondaba los 16 años, le dijo a su papá que él sacaría el trabajo pendiente, que no se preocupara. "", pensaba. Lo hizo y triunfó: la producción salió. Bueno, casi toda, porque se le quemó el jamoncillo de pepita. Le quedó duro como una piedra.

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Azúcar en su punto.

Ahora Antonio deposita el cazo sobre un tambo de plástico, sostiene una de las argollas con una mano y con la otra toma la pala de madera y frota el jarabe contra la pared del recipiente de cobre para que adquiera un color blanco. Lo imito y hago lo mismo. Se siente el vapor caliente y dulzón. No es difícil raspar, aunque sí un poco cansado, el trabajo se siente en el biceps, aparece un poco de dolor, pero hay que blanquear el líquido antes que se enfríe y espese. Blanquear jarabe, amasar caramelo y turrón, cargar cacerolas y otras labores del taller han dado como resultado brazos fornidos y marcados en Arturo y Antonio.

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"Aparte de la madera yo lo he blanqueado con plástico grueso. Con metal no porque si tallas metal con metal se desprende cianuro del cobre y entonces estás raspando veneno. El cazo de aluminio no blanquea tanto; lo que pasa es que al hervir el aluminio hace amarilla el azúcar. Lo mejor es usar cazuela de cobre porque conserva más el calor", me explica Antonio sin dejar de trabajar.

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Mientras blanqueamos el jarabe, Arturo, Diego, el hijo de Antonio, y Emmanuel, ayudante en el taller, sacan unos objetos color café de una cubeta con agua. Son los moldes de barro y los ponen a escurrir en una malla de alambre. Deben estar húmedos para que no se pegue el jarabe de azúcar en sus paredes. De hecho siempre están en agua.

Los mandan a hacer en Metepec, un pueblo cercano, a unos 30 minutos de Toluca, dedicado a la elaboración de artesanías en barro. El cráneo se diseña en plastilina y se lleva al artesano para que haga los moldes. Por eso cada familia tiene diseños propios. Desde ahí comienza el proceso de la calavera. El molde más grande de Arturo mide 40 centímetros de diámetro.

"Ésta es la trompuda". Antonio toma en sus manos las dos mitades y las une con una liga. "Yo tengo un molde allá en la casa, uno chiquito, que se parece a ese ratoncito de Pinky y Cerebro. Así le pongo: Cerebro, así se llama ese".

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Luego de unir los moldes se colocan con la boca hacia arriba en dos filas. Antonio toma el cazo de cobre y vacía el contenido en los recipientes de la primera hilera. Lo hace directo porque no es una cantidad muy grande, apenas unos siete litros de jarabe. Si fuera mayor el jarabe utilizaría un pocillo de peltre para hacer la técnica de dulce vaciado. Luego de un par de minutos vierte el contenido de los primeros moldes a los que están vacíos. De nuevo intervengo. El molde, que es como del tamaño de un pequeño tazón para sopa, pesa poco más de medio kilo con todo y jarabe. Hay que vaciar el contenido como si se pasara de una taza a otra. Luego hay que raspar el exceso con una cuchara para que quede parejo el interior de la calavera. Es sencillo, pero me piden que lo haga con precaución.

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"Si te quemas, llévate la ropa a la mano. Deja el molde y luego luego límpiate", advierte Arturo. Me llama la atención que en este paso me den una llamada de alerta mientras que minutos antes, a la hora de meter los dedos al jarabe hirviente, abundaron las risas.

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"Está a temperatura llorarás, decía mi papá", bromea Antonio y la risa me quita la tensión que se estaba formando en mi espalda tras la alerta. "Una vez sí me quemé feo, me quemé por acá —se toca el costado externo del brazo derecho—, me cayó encima de la playera. Afortunadamente no me quedó cicatriz", y el hombre se levanta la manga para confirmar su dicho. "Son quemadas tipo plástico caliente", me dice Arturo mientras me muestra su brazo derecho lleno de pequeñas cicatrices. "Mira, de las quemadas. De hecho esta es reciente", señala la comisura izquierda de su boca que muestra una pequeña llaga.

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Luego de un par de minutos el jarabe se endurece. Entonces Antonio y su hijo toman un cuchillo de mesa y comienzan a raspar el azúcar solidificada pegada al borde del molde para que la base de la calaverita quede pareja y lisa. Yo hago lo mismo. El dulce cae y es inevitable tomar un pequeño trozo con las manos y llevarlo a la boca. Es un dulce que no empalaga, es suave porque aún está húmedo, el limón apenas si se percibe pero neutraliza el exceso de azúcar. Causa un efecto adictivo y entre el raspado de un molde y otro comienzo a comer los trozos de calaverita que caen a la mesa. Y parece que es una reacción normal en el gremio de los confiteros.

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"Me encanta el azúcar", me dice Arturo, casi babea mientras pronuncia estas palabras, su voz se vuelve pausada, entrecierra los ojos y se dibuja una sonrisa de satisfacción. Se nota que en su mente está comiendo trozos de dulce. "El dulce era contra veneno", dice Antonio entre risas.

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Entonces llega el momento de sacar la calavera del barro. Tomo una de las piezas y le quito la liga que une las dos partes del molde. Remuevo un poco una de las caras y queda expuesto el parietal y demás partes del cráneo del lado derecho. Está aún mojado, pero el azúcar ya está firme y sólido. Con cuidado remuevo la calaverita para liberarla. "Si la sostienes de la orilla la vas a tronar. Agárrala completa, así", me da indicaciones Antonio. Parece como si estuviera ayudando a sacar del huevo a un animal al nacer. Es emocionante. Por fin se desprende el barro y la pieza está fuera. El agua azucarada hace que brille con la luz. Ha nacido una calaverita trompuda sin mandíbula. Experimento un gozo en el pecho, satisfacción.

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En seguida coloco el dulce en la rejilla donde estuvieron antes los moldes para que termine de absorber la delgada película de agua que lo envuelve. Poco a poco colocamos más cráneos azucarado y formamos una especie de pequeño tzompantli (en náhuatl); esa pared que, según describe el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, los aztecas construían con cráneos, muchos de ellos pertenecientes a sus enemigos capturados, sacrificados y decapitados, como una advertencia de su poderío.

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De hecho, la escritora y museógrafa, María Susana Victoria Uribe afirma que las calaveras de azúcar tienen su origen en los tzompantlis y en los altares que colocaban nuestros antepasados en las ofrendas que dedicaban a los muertos, donde colocaban amaranto y miel de avispa. Con la llegada de los españoles se introduce el azúcar y en el Siglo XVII los migrantes sefarditas traen la técnica del alfeñique.

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Luego de unos cuantos minutos las calaveritas se han oreado, el brillo ha desaparecido y tienen un color blanco mate. Hay que dejarlas de 20 a 30 días para que seque bien el cráneo porque por dentro aún están húmedos. De hecho, es por eso que la artesanía se elabora sólo durante los meses en que no hay lluvia, puede ser de marzo a julio, pues la propia humedad del ambiente puede hacer que se deshagan. Así, elaboran todas las piezas necesarias, tanto para vender en la feria durante octubre, como para distribuir a quien las pida.

Sin embargo, el cambio climático ha provocado modificaciones en los tiempos de producción de calaverita, pues en los últimos años los artesanos han sido sorprendidos por las lluvias atípicas.

"La calavera te puede durar años", me dice Arturo. "Entre más años tenga, más blanca y resistente es, aunque se le hace una costra de resequedad. El dulce es como el buen vino, puede durar años y seguir perfecta. Una vez guardamos una por tres años. Estaba exquisita".

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La tarea de Arturo termina hasta aquí. Del decorado se encarga el resto de su familia. Antonio saca una caja parecida a las de zapatos donde ya están algunas calaveritas secas. Su blanco es impecable, son un lienzo en el que puede plasmar lo que de su imaginación. Extrae también de ahí una bolsas con una pasta hecha de azúcar, clara de huevo y colorante natural para decorar. Están amarradas y les ha hecho un pequeño agujero en un extremo para utilizarlas como si fueran mangas pasteleras.

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Entonces toma con una mano la calavera, a la que previamente le han pegado ojos de lentejuela y con la otra, su manga casera. Comienza a dibujar figuras en varias partes del cráneo. Hace una serie de ochos unidos, líneas en zigzag, garabatos, espirales, grecas. Dibuja lágrimas azules, cejas rosas, los dientes de la calaca en un blanco más brillante, el cabello juguetón de amarillo y verde, las orejas en morado. Tiene que trabajar rápido pues el propio calor de la mano hace que el azúcar comience a derretirse entre sus dedos.

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"Mi hermano Ricardo decora rapidísimo, da miedo verlo. Nada más ves la mano así, toda borrosa de lo rápido que se mueve. Y la que sigue, la que sigue, la que sigue… A mí me gustaría trabajar así. Por ejemplo, este año yo estaba haciendo calavera y él decoraba. Y le tenía que pedir: carnal, cálmate, déjame respirar".

Antonio termina de decorar su calaverita, solo le falta un pequeño detalle. Tradicionalmente el dulce trae el nombre de alguna persona en el hueso frontal. De hecho ellos ponían los nombres más comunes porque sabían que la calavera iría a parar a una ofrenda para recordar al difunto, o a las manos de algún amigo como obsequio para conmemorar la fiesta de muertos. Es incierto de donde viene la costumbre de nombrar a la calavera, sin embargo, en su libro Incidents of travel in Yucatán (1843), el explorador inglés John Lloyd Stephens, describe que en la iglesia del pueblo Nohcacab, en Yucatán, vio expuestas las calaveras de personas que el cura había conocido y tenían escritos los nombres de sus propietarios.

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Calavera de azúcar terminada.

"Era la tradición ponerle tu nombre para obsequiarlo", me cuenta Arturo. "No era con el afán, el deseo de que te mueras; sino como recuerdo de la fecha. Antes se ponían con máquina de escribir, ahora se estila que en el mismo puesto te pongan tu nombre con la misma azúcar glass".

El trabajo de la familia Sánchez no sólo se encuentra en mercados del país, como el de Jamaica, en la Ciudad de México, también les han pedido calaveritas en Michigan, España, Francia y Alemania, donde una de sus piezas está expuesta en un Museo de Frankfurt.

Entre cada paso de la elaboración de la calaverita Arturo saca un limón relleno de coco, después un pedazo de palanqueta, luego algo de turrón. Es el paraíso de todo amante de las golosinas. Pero hay algo más. No se trata sólo del dulce. Alguna vez conocí a alguien que trabajaba en una de las grandes fábricas trasnacionales de chocolate y no se veía tan felices. Arturo me da la respuesta mientras yo sigo comiendo dulce de la mesa.

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"Una fábrica saca producción. Yo creo que una cosa artesanal de taller familiar no tiene ese toque. A ellos les falta amor, pasión".

Arturo mira orgulloso desde un extremo de la mesa todo su taller. Arranca un pedazo de turrón que pronto va a vender en la Feria y se lo mete a la boca. No le sabe a piñón, aunque está hecho con esa semilla. A él le llega un sabor más dulce, que sólo los que guardan secretos de cocina pueden identificar: la tradición familiar.

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Este artículo fue publicado originalmente en Noviembre de 2015.