Carta de amor a la quesadilla

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Carta de amor a la quesadilla

"Me enamoré de ti cuando era un niño. Ahora vivo lejos de México y ahí no existes, amada quesadilla. Y ahí te extraño".

Recuerdo perfectamente la primera vez que te sentí. Fue en una tarde de 1987 en las faldas del Popocatépetl. Llevaba mucho tiempo caminando y el frío me calaba en los huesos. En ese momento sólo pensaba en mi Mérida y en un plato de potaje con lentejas, pero ese destino estaba a centenares de kilómetros.

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Ahí, en el territorio de Aztlán, te vi con tu trajecito verde esmeralda y tu interior blanco como la nieve del volcán. A tu lado estaba, hirviendo, el guisado de chorizo con papa que calentó mi corazoncito de yucateco muerto de frío. Entonces te saboreé y supe que eras una joyita. Así fue como me enamoré de ti. La señora que te moldeó llamó a su compañera en náhuatl para que viera al koyotl (concepto náhuatl que significa: mestizo blanco con estilo de vida semejante al del burgués) mordiendo emocionado la "doblada de tortilla".

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Han pasado ya muchos años de mi primer encuentro contigo. Ahora vivo en Taipei, Taiwán, y ahí no existes, amada quesadilla. Y ahí te extraño.

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No solo te amo por tus atributos, incrustados en mi hipotálamo, sino por tu complejidad. Estás llena de cualidades, pero también de limitaciones. Aún sin tu permiso, eres el alimento más vulgarizado en México y en el extranjero. Es indignante cómo, en ápices de desesperación, la gente es capaz de hacerte con una tortilla de harina comprada en una tienda de conveniencia, rellenarte con queso Kraft, y cocinarte en el microondas. Pero así de noble eres. Permites que esa gente se atreva a decir, sin temor a Dios, que esa cosa hecha al aventón es "una quesadilla". A mí me parece una aberración, pero tú ves con tanto amor a estos próceres de la degeneración, que se los permites. Y se los perdonas.

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Deberías ser tú la que aparece en el billete de 20 pesos, pues tu carácter te hace incluso un dispositivo de resistencia. Hasta en las colonias más gentrificadas, como la Roma o la Condesa, en México, encuentras un hogar: un anafre, un comal y una espátula en plena calle. Ahí, entre el maíz azul, la papa con chorizo, el cuitlacoche, los hongos y el queso, logras reunir un foro pluricultural. Un gran abanico social recurre a ti: oficinistas con sus corbatitas que siempre terminan manchadas de salsa verde; hispercillos que remojan sus barbitas en la garnacha; obreros que comen acompañados de una coca-cola (o algún aguardiente que tengan a la mano); hombres y mujeres; jóvenes y viejos; veganos y carnívoros; todos juntos, como nunca, compartiendo un Boing de mango y dos quesadillas por sólo 30 pesos (cerca de 2 dólares). Así de democrática eres.

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Pocas cosas logran unir de forma tan plural al crisol antropológico que coexiste en México. Tú, con tu maíz amarillo Goya, o con tu verde elegante, con todas tus variedades: las que engordan de tan deliciosas que son, como la de chicharrón prensado, la de chorizo con papa, la de picadillo; o las que nos hacen sentir doblemente contentos (porque no engordan tanto), como la hongos o la de flor de calabaza. ¡Qué compasiva eres! Nos das la opción de engordar o no, porque aunque naciste en un comal, eres una maravilla cuando sales de una hoguera llena de grasa, dorada, hirviendo, sosteniendo al queso completamente derretido. Así, con una salsa roja o verde, de aguacate, puedes sacarnos de un abismo. No hay duda: eres la reina de la garnacha.

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Fuiste creada para ser saboreada por todos, y por eso tienes muchas personalidades: en el norte te comen con queso Chihuahua o Monterrey Jack, en el sur, con quesillo derretido en hebras como pintura de Pollock, con una envoltura sensitiva. Así te desprendes de la homogeneidad. Solo encuentras fronteras en tus no limitaciones.

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¿Sabes? Te confieso que en Taipei hice algo que podría ser considerado como sacrilegio: un día, durante una terrible emboscada de melancolía, fui a un restaurante llamado Macho Taco, un sitio espantoso, adornado como si fuese la casa de "La Tesorito", con un cuadro de "Tinieblas y el Aluche". Ahí, ante la rabia y la frustración de no encontrarte ni a cien, ni a mil kilómetros de distancia de mi casa, pedí una infame quesadilla taiwanesa.

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Estaba hecha con tortilla marca "El Paso", con un queso que quisiera ser Manchego, con frijoles, aguacate, y un poco de arroz. Sí, lo sé, era tu peor versión, pero aún así te agarré a mordidas de manera casi lujuriosa. Me manché la boca, te puse un chingo de crema y me revolqué en tu perversión. Me supiste deliciosa.

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Gracias, quesadilla. Gracias por ser la bandera y el cielo de todos los que te conocemos. Gracias porque te dejas malinterpretar en todos los rincones del mundo.

Hoy estoy en México y te gozo todos los días. Todavía no me ido y ya te extraño.

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