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Comida

Estas mujeres taqueras me enseñaron cómo se comen las vísceras en México

Estas mujeres han roto la imagen de un oficio tradicionalmente masculino en México: el del taquero. Pero su taquería no es cualquiera, es una de las pocas dedicadas exclusivamente a las vísceras. Aprendí todo sobre ellas.

Nada como un buen pedazo de tripa envuelta en una tortilla con un poco de chile, para que amarre el sabor. Ahí está el gusto primitivo de comer carne que tenemos los mexicanos. No se compara con el gusto refinado de Europa, donde los platillos preparados con vísceras de animal también son populares, pero infinitamente distintos. ¿Mollejas de cordero sobre puré de papas y ajo silvestre? ¿Callos de ternera en salsa de vino blanco con comino? No, gracias.

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Acá queremos vísceras en taco. ¿Pues qué? Así somos los mexicanos.

Es parte de nuestra herencia cultural. Hemos comido tacos desde la era prehispánica. Antes quizá eran de frijol y chile; pero luego de la Conquista Española, nos quedó el gusto por la carne frita. Para prueba, hay que darle una leída a la Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España —una reliquia de nuestra historia nacional—, en donde Bernal Díaz del Castillo narra la casi orgía culinaria que ofreció Hernán Cortés a sus hombres en Coyoacán, donde comieron tacos de carne de cerdo para celebrar que habían conseguido "unas tierritas" tamaño continente para el emperador Carlos V.

Sabiendo que los españoles, hasta la fecha, son buenos para cocinar los órganos de la carne, no es difícil imaginar que se embarraron los dedos de grasa y hasta mancharon sus barbas y vestiduras al engullirse unos tacos de tripa, de panza o de corazón. Y si se pueden comer las vísceras de cerdo, por supuesto que también las de res, aunque tradicionalmente en México consumimos despojos guisados en estofados o en caldos, como la pancita con chile guajillo y epazote —buenísima para curarse la cruda—, o el hígado frito con cebolla y chile, desde luego, en taco.

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Las hermanas, Guadalupe y Pilar en su taquería "Las Corazonas". Foto por Sonia Yáñez.cogerse

Guadalupe "La Güera" y Pilar Cortés García, además, han roto la imagen de un oficio tradicionalmente masculino. De verdad, si uno da un recorrido de taquerías encontrará que 9 de cada 10 son atendidas por hombres. Pero no siempre fue así. En tiempos del Virreinato, desde el Siglo XVI o XVII, las mujeres se colocaban en puestos callejeros afuera de las pulquerías o entre los puestos de las ferias con un anafre y un comal lleno de hígado de res fileteado, bisteces con cebollas y papas cortadas en rodajas y chiles jalapeños. Así fue por mucho tiempo, hasta la segunda mitad del la década de los 70. A lo mejor la migración de campesinos y mineros hacia la ciudad fue la que provocó que poco a poco los hombres fueran desplazando a las mujeres en la venta de tacos callejeros, pues tanto en México como en buena parte del mundo los hombres siempre han tenido en la cabeza esa idea de ser los proveedores de la familia mientras la mujeres se dedican a las labores del hogar, así que ellas cocinaban y ellos salían a vender el suculento bocadillo. Tal vez el horario jugó un papel definitorio en el rol del taquero, ya que regularmente se consume este alimento por la noche y aparentemente el hombre corre menos riesgos o se puede defender mejor de los peligros —como asaltos o vandalismo—. O quizá porque la taquería se convirtió en una extensión del espacio masculino, porque ahí también se expone la hombría con albures, ese juego de palabras en el que se busca al otro convirtiendo la longaniza, la carne y el chile, en pene.

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Pero eso no les importa a "La Güera" y a Pilar. Ellas son taqueras desde pequeñas. Su mamá, doña Guadalupe, las llevaba junto a sus 9 hermanos a su taquería "Las Corazonas" desde que eran unas bebés. Crecieron entre el olor de las menudencias fritas, el calor que desprende el cazo y el sabor de la salsa roja con chile de árbol. Así aprendieron el oficio. Ahora ellas están a cargo de todo, sólo tienen ayuda de uno de sus hermanos durante los fines de semana.

A las cinco de la mañana Guadalupe "La Güera" y Pilar van al matadero a elegir la mejor carne para sus tacos: el páncreas para los de pajarilla, el pulmón para los de bofe, la matriz para los de nana y cuajo, el tejido que une los intestinos para los de manzana, el estómago para los de molleja, además de la ubre, el hígado, la moronga (sangre) y demás partes de la res cuyos nombres —que han perdurado en el habla popular mexicano casi desde el Siglo XIX— no son tan rimbombantes como el Rib Eye, el Sirloin o el Entrêcote, pero que rebasan las expectativas de los exigentes paladares consumidores de tacos de carne.

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"La Güera preparando las vísceras en el cazo con aceite hirviente. Foto del autor. "La Güera poniéndole sal al cazo. Foto del autor.

En cuanto llegan a su lugar de trabajo, las hermanas pican cebolla y cilantro, rebanan pepinos y rábanos, parten limones, lavan ramitas de pápalo, cocinan nopales con jitomate picado, cebolla, chile y hierbas de olor; cuecen frijoles y preparan las salsas cuya receta está en sus cabezas.

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"Le agradecemos primeramente a Dios que nos da el entendimiento, porque las hacemos como él nos da a entender", me dice Pilar con una sonrisa ingenua, de esas que uno esboza cuando finge no saber cómo hace las cosas. "Mi mamá hacía la salsa roja", explica "La Güera" con paciencia de maestra de primaria, "pero era más martajada. Nosotras hemos modificado las salsas de mi mamá según vamos viendo lo que le gusta a la gente".

Su jornada comienza a las ocho de la mañana. Pilar está a cargo del primer turno. Pone el cazo con grasa hirviente y las vísceras que venderá. Después prepara las salsas, clave secreta del éxito de sus tacos. Están: la salsa roja de chile de árbol; los chiles chipotle con su adobo picoso y dulce a la vez; la salsa brava de habanero, que hace llorar a más de uno; la de chile de árbol con morita, y el guacamole. Los primeros clientes del día llegan desde la mañana, casi siempre son vendedores callejeros, algunos locatarios del mercado de Tepito, y uno que otro visitante que llega desde otra ciudad, quien si no come tacos del cazo, a diez pesos cada uno, siente que no vino a la Ciudad de México.

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En cuanto me ve llegar, Pilar se mueve rápido, atenta a todo, como lo hace con todos sus clientes. "¿De qué te doy , hijo?", me dice.

El resto de los comensales, que han comido en la taquería por años, algunos desde que eran adolescentes, me miran y me animan a probar los que a ellos les gustan. "Deberías pedir de bofe", me aconseja un hombre de unos 70 años, zapatero en el barrio, mientras cierra los ojos, sube el puño y lo mueve un poco de arriba abajo, "esos con la salsita de morita son los consentidos".

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"O los de pajarilla", sugiere otro que no pasa de los 45. "Pero esos con un pulque". "Entonces ¿de bofe, hijo?", me dice Pilar". Sí, contesto. "Cómo no. Siéntante, ahí hay lugar", me dice mientras le avienta sal al cazo donde se fríen las vísceras.

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Taco de bofe en preparación. Foto de Roberto Galicia.bofe

La mujer se acerca al cazo. Está montado sobre un tambo de metal sin tapa transformado en una enorme parrilla. El contenedor está ladeado para que la carne que ya está al punto sólo se caliente y la grasa que suelta cocine los trozos que no están bien fritos. Toma un trozo de carne de color oscuro, casi negro. Lo pasa a su tronco de taquero y comienza a despedazarlo; con una mano maneja el cuchillo, con la maestría que le ha dado toda una vida en el oficio, y con la otra sostiene dos tortillas donde coloca la carne.

"De , hijo. Ahí están las salsitas, rabanitos, pepino, pápalo. ¿Qué vas a tomar?", me pregunta, pero no termina de hablar cuando ya está en el refrigerador sacando un refresco.

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Taco de bofe. Foto del autor.pajarilla

Agrego un poco de limón, salsa morita, cebolla y cilantro y le doy una mordida al taco. El sabor no es fuerte como me lo hizo creer el color negro. Parece que mastico un pedazo de músculo, carne limpia sin hueso, sin nervio, sin piel. Pero es un pulmón. Pido uno de . La textura y sabor me recuerdan al hígado de res, esponjado aunque más poroso y un tanto seco, pero eso no merma en el gusto.

En un pequeño lapso en que nadie pide nada, Pilar sonríe mientras nos ve mordiendo las tortillas que envuelven las vísceras fritas que ella y sus hermanos preparan. Parece un pintor que aprecia su obra cuando ha dado el pincelazo final. Desde su local, ella y sus hermanos vieron cómo la calle empedrada se llenaba de puestos ambulantes, que luego se quedarían ahí, fijos; cómo la pulquería que estaba en frente, desaparecía para dar paso a algún local con mercancía de fayuca; cómo la luz del sol sería detenida por las lonas de colores colocadas por los vendedores. Desde ahí vieron cómo el barrio se transformó en el mercado más temido de la Ciudad de México. Pero su taquería subsitió.

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Vísceras friéndose. Foto del autor.agua la boca

"Yo sé que esto (los tacos de despojos), donde yo me ponga, los vendo. Agarro un diablo, compro un cazo y me voy aquí o allá. Donde sea venderé esto. ¿Por qué? Porque la gente ya sabe cómo trabajamos, el sazón que tenemos, el carácter, nuestro carácter. Pero ya estoy establecida", me dice Pilar mientras se cruza de brazos y sigue mirando su creación: todos los banquillos de su local ocupados por ávidos comedores.

"A nosotras nunca nos va mal, de veras. Gracias a Dios nunca nos va mal", dice Pilar entre carcajadas.

Pilar y Guadalupe no paran de trabajar mientras hablan, nada las quita de su labor: alimentar al hambriento y al antojado. De estar todo el día, toda la vida, en el local, uno pensaría que ya se les fue el gusto por comer vísceras. Pero no. Las dos comen tacos de despojos todos los días. Y los disfrutan con el orgullo propio de un cocinero que ama su oficio. "Es que a nosotras nos criaron con esto", dice con una mezcla de ternura y antojo. Se lleva la mano a las comisuras de los labios. Está salivando. Se le hizo .

Este artículo se publicó originalmente en mayo del 2015.