Conseguir pescado fresco en Santiago de Chile es un gran desafío

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Conseguir pescado fresco en Santiago de Chile es un gran desafío

En Santiago de Chile muchos restaurantes de alta cocina están priorizando tener pescado fresco del día, pero eso es un verdadero desafío considerando que la costa más cercana está a 170 kilómetros de la ciudad. Pero hay un hombre que cosigue la ardua...

En Santiago de Chile muchos restaurantes de alta cocina están priorizando tener pescado fresco del día, pero eso es un verdadero desafío considerando que la costa más cercana está a 170 kilómetros de la ciudad. Pero hay un hombre que consigue la ardua tarea y fui con él a hacer la ruta para conseguir el pescado más fresco de Chile.

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El reloj marca mas 9:58 de la mañana de un sábado de abril. Estoy con el chef santiaguino Gabriel Layera en Santiago de Chile y traemos pescados en la camioneta.

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Llegamos a Osaka, el nikkei del­­ chef peruano Ciro Watanabe, que desde hace varios años encabeza la lista de los mejores restaurantes de Santiago y de Latinoamérica, donde el sashimi es como un manjar de dioses. Gabriel viste un overol azul, unos lentes de sol deportivos y un jockey con la visera hacia atrás que esconde su pelo colorín. Baja el volumen de la radio donde viene escuchando hip hop y se anuncia.

Gabriel es de uno de sus más fieles proveedores, porque cumple una misión que, hasta ahora, solo pocos proveedores de restaurantes en Santiago de Chile llevan a cabo: surtir las cocinas con pescado fresco sacado del mar ese mismo día.

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Después de aquí, vamos rumbo a la costa a buscar más pescado fresco para abastecer la cocina de Ciro y de otros exclusivos restaurantes de Santiago para el servicio de la noche. No sabemos qué encontraremos. Cumplir con esta tarea, en éste, el país más largo del mundo con 6.435 kilómetros de borde costero, es difícil.

Gabriel es el dueño de una pequeña empresa llamada La Caleta Chile, dedicada a abastecer del pescado más fresco a los restaurantes santiaguinos. La idea de emprender este proyecto le vino en 2009, cuando regresó a Chile después de vivir cuatro años en Málaga, España. «Conversando con amigos chefs, me di cuenta de que los restaurantes estaban dispuestos a pagar más con tal de conseguir algo que hasta entonces era imposible: un pescado casi recién salido del agua», me cuenta.

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Por razones de costos, la mayoría de los restaurantes en Santiago consigue los productos del mar en el Terminal Pesquero, un enorme galpón ubicado en la periferia de la capital chilena, a donde llega el 75 por ciento de la producción marítima del país y donde se abastecen mercados, ferias y supermercados. Como todo el transporte se hace por carretera, los camiones cargados de productos marinos demoran en llegar al terminal capitalino a lo menos 12 horas. En general, más de un día. En la práctica, el pescado que se vende como "del día", llega ese día, pero después de más de 24 horas salido de mar.

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Decidido a romper esa logística industrial, en 2012 Gabriel Layera montó su microempresa. Y le fue tan bien que los chefs a los que abastece comenzaron a cambiar la forma de ofrecer los platillos con pescado en la carta. Ahora no detallan los pescados que sirven, prefieren poner la leyenda 'pescado fresco del día', ya que nunca saben con qué los proveerá Gabriel cada día.

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Nos encaminamos rumbo a la ruta 68, que une Santiago con El Quisco, la caleta más cercana, ubicada a 130 kilómetros al este. Una hora y media después, estaciona su camioneta a un costado de las bodegas donde el sindicato de pescadores local guarda las redes que dejan por la noche en el mar y que sacan por la mañana con la pesca del día.

«¡Hola Rucio!», le gritan desde las garitas de madera un par de pescadores. «¿Qué andas buscando?»

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Congrio colorado, cojinova, lapas, erizos y jaivas, son algunos de los pedidos que le han encargado para esta noche. Pero ya son las 12 y no abunda mucho pescado.

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«Llegaste tarde, Rucio», le alegan. Gabriel no luce preocupado. Busca en su celular un par de números de teléfono. Llama. No le contestan. Se acerca a un tipo en el estacionamiento y le pregunta por congrio colorado y un par de cojinovas. Cierra el negocio y compra varios ejemplares, enormes, bien alimentados por el mar. Ahora solo le falta conseguir erizos, lapas, ojalá unas cuantas jaivas y locos.

«Al principio, cuando partí con esto [su empresa], me frustraba porque cuando llegaba a la costa los pescadores habían vendido todo», comenta mientras saca de la parte trasera de su camioneta una caja de plumavit y la rellena con hielo escarchado para conservar la cadena de frío en los pescados que acaba de comprar. «Hubo veces en las que me fui con las manos vacías», continúa. «Ahora he aprendido que los pescadores tienen su ritmo y si el día está bueno como hoy (con sol radiante y mar calmo) vuelven a salir y traen los lanchones llenos. Yo creo que si esperamos un rato, nos vamos a ir con el auto lleno».

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Ganarse la confianza de los pescadores a Gabriel le ha demandado trabajo.

«Al principio, guardarme una tajada de su pesca no era negocio», comenta. Para conquistarlos decidió aplicar el sistema de comercio justo: pagarles el precio que el pescado suele alcanzar al final de la cadena de distribución y que, como esta involucra a varios intermediaros, suele ser hasta diez veces más caro. Por eso, para que el negocio de Gabriel funcione, los chefs deben estar dispuestos a pagar un valor más alto de lo que les significaría comprar en el terminal pesquero.

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«Y lo hacen porque pueden, y pueden porque la gente que llega a comer a sus restaurantes es exigente: nota la diferencia de un producto realmente fresco», dice. «Un pescado como éste, en una carta no cuesta menos de 15 "lucas" (quince mil pesos chilenos, veiticinco dólares)».

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Marca de nuevo el teléfono, pero el tipo al que llama no le contesta. «Estoy tratando de ubicar a mi pescador favorito. Es un buzo seco: saca solo pescados grandes y arponea como nadie porque no rompe la carne del pescado. Pero lo malo es que es así: a veces te responde y otras veces no. O desaparece. Una vez vine dos días seguidos y le compré, solo a él, quinientas lucas (quinientos mil pesos chilenos; poco más de ochocientos dólares) por día día. Después de eso no lo vi en dos semanas. Se lo gastó todo. A veces le digo 'oye, pero ocupa el mail para hacerte los pedidos', pero me responde 'es que no tengo plata para poner internet en la casa'».

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De pronto Gabriel sonríe: mar adentro, pero no muy lejos de la costa, divisa un bote pesquero. Trae lapas y erizos. Bingo. Tiene el stock que necesita para regresar a Santiago.

Por el chat de WhatsApp avisa a los dueños de los restaurantes en Santiago el cargamento de pescados que puede llevarles a la noche.

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Mientras Gabriel observa desde el muelle cómo la grúa levanta una barcaza desde el mar —cargada con un saco de lapas y un balde de erizos—, recuerda que la obsesión por los pescados, se le gatilló cuando niño, cuando su papá, Luis Layera, un reconocido chef de la vieja escuela chilena, decidió llevar a la familia de vacaciones a un camping ubicado en una caleta nortina.

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Aunque estaba la playa, dice, su pasatiempo favorito era compartir con los pescadores.«Pasaba todo el día con ellos», recuerda. «Mi papá hablaba con ellos porque, decía, todo lo que un cocinero tiene que aprender de los pescados lo saben ellos que viven del mar. Yo creo que ahí me enamoré del mar».

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Con el auto cargado de pesca del día, Gabriel y yo partimos ahora rumbo a Punta de Tralca, una pequeña y tranquila playa ubicada a pocos kilómetros de El Quisco. Quiere dar con un buzo que saca locos, otro de los moluscos más apreciados por los pescadores.

Lo llama pero no contesta.

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Gabriel no hace drama, se saca el overol y se queda en shorts. En un tazón metálico, lleva una cojinova y tres erizos hasta las rocas. Faena el pescado. Le regala su piel a una gaviota que ronda cerca. Limpia los erizos. Corta cebolla blanca, cilantro, exprime cuatro limones y mezcla todo en el tazón. Tiene listo su ceviche, con pescado fresco del día. Sin mantel largo, sin pagar una cuenta de restaurante cinco estrellas.

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«Esto es lo mejor que puede haber en el mundo», dice mientras escucha hip hop desde su celular, mirando el mar y comiendo el pescado fresco que recién faenó.

Media hora después, Gabriel va rumbo de vuelta a Santiago. Todavía le queda un largo día: tiene kilos de pescado fresco por entregar.