Le vendía pastillas a la élite de NY en el guardarropa de un restaurante

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Le vendía pastillas a la élite de NY en el guardarropa de un restaurante

El bartender me mandaba mujeres en busca de drogas y yo rellenaba los bolsillos de sus abrigos con pastillas. No importaba cuánto les cobrará, siempre volvían por más.

Bienvenidos una vez más a Confesiones de Restaurante, donde hablamos con las voces no escuchadas de la industria restaurantera, tanto del servicio como de la cocina, acerca de lo que realmente sucede tras bambalinas en tus establecimientos favoritos.

Conseguí un empleo trabajando como anfitriona para un restaurante lujoso el primer día que llegué a Nueva York, recién graduada de la universidad. No tenía experiencia y no debí haber sido contratada. Pero mi compañera de piso trabajó en uno de los otros restaurantes del chef, y tan pronto se enteró de que había llegado a la ciudad con una pasantía sin pagar y sin planes de aportar dinero, se encargó de conseguirme trabajo. Un día después del trabajo, ya con unos meses dentro, el bartender comenzó a contarme cómo todas esas mamás acaudaladas de Tribeca le pedían pastillas como Xanax o Clonazepam.

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Resulta que yo tenía una enorme reserva de Clonazepam de una receta que había estado surtiendo desde la universidad, así que empezó a mandarme a estas mujeres en busca de drogas y yo les ponía las pastillas en las bolsas de sus abrigos. No tenían ni idea del costo y tampoco les importaba el dinero para nada. Le daba el 10% al bartender de lo que me pagaban y empezamos un gran negocio.

El bartender les decía que les costaría $20 dólares una pastilla de 2mg, un precio escandaloso. En una situación normal, costaría a lo mucho $10 dólares —y eso para los estándares caros de Nueva York—. En realidad, a nadie le importaba cuántas pastillas tomaban o no. Solo querían darme el dinero suficiente para que cuando regresaran pudieran obtener más sin discusiones. Generalmente la gente me daba propinas desde $60 a $100 dólares y ponía algunas pastillas en sus bolsillos.

Solo imagina que tienes un perro que no deja de ladrar y necesitas que se calle de una puta vez para relajarte, así que le das un tranquilizante. [El clonazepam] es eso, pero para humanos.

Estas mujeres venían y decían "el bartender me dijo que tú podrías conseguirme una mesa y guardar mi abrigo", y eso quería decir que querían pastillas. No todos mis clientes eran mujeres, pero sí eran un 80 por ciento. Eventualmente, las mamás empezaron a correr la voz entre ellas y el negocio creció. Me daban su abrigo, pedían una copa de vino y regresaban 20 minutos después a recogerlo junto con un montón de billetes.

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Durante este tiempo también me convertí en una anfitriona muy bien pagada. Obtenía $18 dólares la hora a pesar de hacer literalmente nada más que sentarme y fumar, colgar los abrigos de la gente y ofrecerles un asiento. Bueno, y vender drogas. No estoy segura de cuánto ganaban los meseros, pero no recibían sueldo y todo lo que se quedaban eran las propinas. Entre mi pequeña operación narcotraficante y mi salario, era posible que me llevara más dinero que todo el personal de servicio.

Si nunca has tomado Clonazepam, solo imagina un perro ladrando sin parar y necesitas que se calle de una puta vez para relajarte, entonces le das un tranquilizante. Es eso, pero para humanos. Literalmente pasarás de tener energía inagotable a ver a una persona asesinando a otra y decir casualmente "Oh, vaya locura". Y regresarás a un estado de completa indiferencia. Estas madres de Tribeca tienen hijos y todas tienen niñeras a su cuidado, así que solo quieren escapar de sus vidas privilegiadas.

Afortunadamente, el suministro nunca es un problema. En la universidad alguien me contó acerca de este doctor complaciente y él simplemente me extendía recetas para todo lo que quisiera. Bebíamos Carlos Rossi, tomábamos Clonazepam y nos desmayábamos por días. Si mezclas alcohol con Clonazepam básicamente enloqueces. Podrías regresar días después y la gente te diría cosas como, "Oh, Dios mío. Anoche fue aterrador. No puedo creer que te hayas subido al tubo". Y tú dirías, "Jajaja claro que me acuerdo". Borra tu memoria por completo.

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Hice más dinero vendiendo pastillas que en ninguno de los otros tres trabajos que tuve. Incluso, la gente empezó a mandarme tarjetas de Navidad con dinero dándome las gracias. El director de un importante museo de arte de Nueva York solía mandarme $100 dólares cada Navidad.

Eventualmente, empecé a volverme adicta y el doctor continuaba subiendo mi dosis. Tenía una cantidad ridícula de recetas. Con el tiempo, dejé de tomarlas cuando vi en las noticias que todas estas celebridades —como Stevie Nicks— tenían adicciones al Clonazepam, y me asustó terriblemente. Pero seguía surtiendo mi receta, porque eso parecía lo más inteligente.

Y resultó que al final valió la pena. Mi sistema continuó por aproximadamente ocho meses. Las cosas se volvieron un poco extrañas en verano, porque nadie necesita abrigos en esa época, pero la gente que realmente quería una dosis encontraron una forma al llevar abrigos delgados de moda incluso a mediados de julio. Las cosas también se volvieron un poco extrañas cuando mis jefes del trabajo matutino comenzaron a venir al restaurante. Estaba haciendo el gran negocio en Nueva York, como pasante de moda en el día y trabajando en un restaurante lujoso por la noche. Mis jefes de la moda ocasionalmente venían y yo era esta dócil pasante avergonzada de ser la única que necesitaba dos trabajos, pero aún así estaba vendiendo drogas en sus propias narices.

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Hacía más dinero vendiendo pastillas que en cualquiera de los otros tres empleos que tuve. Incluso, la gente empezó a mandarme tarjetas de Navidad con dinero dándome las gracias. El director de un importante museo de arte de Nueva York solía mandarme $100 dólares cada año, incluso mucho tiempo después de que dejé de trabajar en el restaurante, solo porque de alguna forma nunca me borró de su lista de regalos para Navidad.

Durante el auge del negocio estaba atrayendo más clientes al restaurante, lo cual también significó la ruina, porque el guardarropa se complicó tanto que necesitábamos a otra chica que trabajara conmigo. Cuando llegó la asistente se volvió más difícil. Finalmente se acabó porque me fui de vacaciones durante cuatro semanas y me despidieron. Sin embargo, las personas seguían yendo y preguntando por mí, parecía que todos los clientes me amaban. Después del despedido, me llamaron para reinstalarme, pero me había ofendido demasiado que hubiesen cedido mi plaza. Me fui y conseguí un empleo en una compañía de zapatos, antes de empezar mi propia compañía de ropa. Al día de hoy, años después, aún puedo ir a ese restaurante, comer y no pagar.

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Ha sido mi trabajo más divertido, pero también tuve de las experiencias más jodidas de mi vida. Solíamos recibir grandes celebridades del país natal del dueño y él nos vigilaba para que saliéramos con ellos, les coquetéaramos y les hiciéramos pasar un buen momento. El propietario también me decía que llamara a mis amigas bonitas para que se sentaran en las mesas junto a las ventanas a cambio de comida gratis, así parecería que teníamos muchas clientes atractivas.

En suma, diría que fue lo mejor que me pudo haber pasado siendo una chica de provincia que nunca había trabajado en un restaurante. Fue como una escuela a golpes, me enseñó más acerca de la vida en Nueva York que lo que he aprendido por otras experiencias: fluye con la corriente, siempre ten un segundo negocio y —si tienes los medios— guarda una reserva de fármacos, porque nunca se sabe cuándo podrán ser útiles.

Tal y como fue contado a Brad Cohen