El síndrome del Jamaicón: Taqueando en Taipéi

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El síndrome del Jamaicón: Taqueando en Taipéi

El taco es democrático y cabe en cualquier cultura. En Taipéi también honran al Dios Taco, que ha trascendido fronteras y realidades.

Bienvenidos a nuestra columna El síndrome del Jamaicón, donde relatamos anécdotas de viajeros que extrañan la comida de su patria y hacen lo imposible por conseguirla, desde contrabandear alimentos hasta iniciar negocios gastronómicos. En esta entrega, contamos cómo y dónde se pueden comer tacos en Taipéi.

¿Te has imaginado cómo puede un mexicano sobrevivir en Asia, sin tacos?

Hace unos meses lo pensé, cuando me fui a vivir a Taipéi. Antes de subirme al avión, como quien se deja a su amada, hice un ritual de despedida: tomé unas cervezas Házmela Rusa —unas imperial stout de la cervecería artesanal La Chingonería—, me fumé un toque de esos que receta el Doctor de los cinco milenios y me di un tour de tacos, comenzando con los de "La Costilla" en la Condesa y terminando en "El Huequito" de la Nápoles.

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Me dije a mí mismo que me llevaría, aunque fuera, unas tortillinas Tía Rosa y una salsa Maggie para curar la melancolía culinaria que sabía que me daría. No lo hice, apliqué la del salto al túnel sin paracaídas. Después de 28 horas de viaje y varias pastillas para dormir, llegué a otro mundo, como si hubiera cruzado el espejo. La añoranza por los tacos se presentó unas semanas después en distintas formas: algunas veces en sueños personificados por un taco sexy de costilla volador que me hablaba al oído; otras en cartas de amor (como ésta); o en plena noche después de unos destilados mágicos, cuando gritaba en plena calle cubierta de luces neón: "¡Taco al pastor, te necesito, invoco tu nombre!". Nunca llegó.

Hace poco me enteré en Facebook sobre el Festival del taco en Taipéi. "Vengan a comer y a conocer una gran variedad de tacos que se comen en Latinoamérica", decía el anuncio. Esto es una mamada; los tacos son de México, pensé. Le dije a todos mis amigos que fueran conmigo, aunque aseguré, con cara de mamón tipo Alfred, que mis expectativas eran muy bajas.

Para el evento esperado me puse mi guayabera Cab yucateca perfectamente almidonada e impoluta. Llevaba hambre, no sabía qué esperar, pero estaba dispuesto a probarlo todo.

Al llegar, un gringuito disfrazado de taco me asalta. Ya empezamos con las pendejadas, pienso. Voy por una cerveza que me ayude a soportarlo todo; y ya que tengo una rubia helada en mi mano, me relajo. Entonces lo veo: un trompo al pastor justo frente a mí, con su corona de piña y todo. Mis pies me llevan flotando a larga fila de los tacos, y espero con el corazón latiendo como si fuera un quinceañero a punto de perder la virginidad. Llega mi turno y veo en cámara lenta al taquero cortar las lonjas del cerdo rojo que caen, perfectamente semidoradas, a la tortilla de maíz —maíz amarillo, bellísimo como las combinaciones cromáticas de Saturnino Herrán—. Hay dos salsas: una verde de guacamole y otra roja de chile guajillo. Me emocioné inevitablemente. Hacer tacos al pastor en Taipéi no solo es un acto conmovedor, pienso, es un acto de heroísmo angular.

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El creador de esta proeza es un chilango que se hace llamar Julián Rayuela, aunque no se llama Julián ni se apellida Rayuela. El diseñó y armó el trompo al pastor. Después de cuatro gloriosos tacos, eufórico como un niño de 5 años, le pregunto: "¿Quieres ser mi amigo?".

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Sigo mi cacería. Ya no busco qué criticar, solo quiero taquear. La decoración es viva, de colores contrastados, lo que me recuerda más a mi país. Entre los pasillos me encuentro a un mexicano famoso en Taipéi por vender tortillas: "Luca Tamaulipas", o "Luca el mexicano", le dicen. Supe de su existencia por un amigo en común que me lo recomendó. "Mira Gasque", me dijo. "Ya cuando 'el Jamaicón' este cabrón, contacta a 'Luca', ese gallo hace unas tortillas buenísimas, hasta te las lleva a tu casa si le caes bien. También te puede ayudar a conseguir Tajín y pulparindos". Luca opera en su página de Facebook, donde anuncia los productos mexicanos que tiene disponibles para la comunidad mexicana en Taiwán. Para mí es como un dealer de mole y pulparindos. Nunca concretamos el encuentro, hasta hoy.

Esa tarde, él y su compañero Quetzal —un mexicano fortachón con cada de "No me pidas las cosas dos veces porque te rompo la cara"— ofrecen tacos de carnitas, hechas en una hermosa cazuela de cobre. Al salir de la cazuela, el cerdo frito es cortado en una tabla de madera, la clásica taquera, con un enorme cuchillo de carnicero.

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La carne la frieron con manteca, coca cola, leche y otros ingredientes que ya no me quieren soltar. Luca deposita en mis manos un glorioso taco de carnitas: maciza pura, más negrita que rosa, perfectamente dorada, una composición renacentista con cebolla blanca como la nieve del Iztlacihuatl y cilantro tan verde como las esmeraldas que pendían del cuello del último rey de Palenque.

Desde la primera mordida se apagaron las luces para mí y me acordé del primer taco de carnitas que comí: en el barrio de Santiago, en la ciudad mexicana de Mérida. Esto es amor.

"Trajimos la cazuela de cobre porque si no, [las carnitas] no saben igual, paisano", me dice Luca con una sonrisa de orgullo paternal. "No sabes el pedo que fue para Quetzal traer esta cazuela. Se las ingenió para atravesar Estados Unidos y pisar tierras taiwanesas. Obviamente le hicieron muchísimas preguntas, ya que acá [en la cazuela] cabe hasta un pelado para desaparecer. Creo que lo más absurdo que le preguntaron en la aduana fue [que] sí era radioactiva".

Mientras platico con Luca en la playlist suena Niño Perdido, interpretada por el mismísimo Mariachi Vargas de Tecalitlán. Los niños taiwaneses, los coreanos, los gringos y los mexicanos, bailan juntos con sombreros de mariachi. Es que el taco lo puede todo; pienso. No importa si el sombrero de charro es un cliché de lo mexicano; hoy no. El taco nos une; el taco es comunión.

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En otro puesto, dos mujeres vestidas de Adelitas, una michoacana y una poblana, cocinan y sirven tostadas, tlacoyos y sopes hechos sobre un wok —que funge como comal—. Me como un taco de picadillo, preparado con hojas de laurel, papa, y un ligero perfume de grasa roja de chorizo de Toluca. Perfección absoluta. Me recuerda al lugar donde desayuné todos los días durante cuatro años en la Colonia Nápoles: "Los Primos", en la esquina de Georgia y Nueva York.

En el proceso de digestión todo se va convirtiendo en un pensamiento antropológico, político y social para mí. Me parece profundamente conmovedor ver cómo los mexicanos trabajaron en equipo para lograr un evento de tal magnitud —hacer verdaderos tacos en Taipéi no es cosa fácil—. Julio, el de los tacos al pastor; Luca, el máster de las tortillas; las comadres de Puebla y Michoacán en los tacos de guisado; Quetzal en las carnitas; todos pendientes de todos, por si necesitan algo: más salsa, más tortillas. Todos hablando el mismo idioma, dándole a comer a la gente con la misma alegría con la que lo harían en México. Lágrima en el ojo, otra vez.

El festival me trajo nostalgia, pero también me enseñó que el taco es infinito. Existe en su versión mexicana, pero también la tex-mex, con chilli con carne, es válida. El taco no es exclusivo de México; es democrático, y cabe en cualquier cultura. Aquí se puede ver: gente de todas partes del mundo comiendo en un mismo espacio, honrando al Dios Taco.

Ésta tarde, en una ciudad en el Este de Asia llamada Taipéi, güeritos de Nevada, yucatecos expatriados, maestros de inglés de San Francisco y chilangos de Coapa, estamos reunidos alrededor de un taco, quizá descontextualizado, pero que ha trascendido fronteras y realidades políticas perennes.

Sigue a Raúl en @raulgasque.