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Historias alrededor del café

Una cafetería es un lugar de reunión, el 'tercer lugar', donde se generan todo tipo de historias, de amor, de desamor, de éxitos o de fracasos.

Hablemos de las cafeterías. No, del café no, sino del espacio.

Las cafeterías son el "tercer lugar", ese al que vamos cuando necesitamos dónde estar —solos o acompañados— que no sea la casa o la oficina. Pero no todas funcionan así; sólo las que son cómodas, por ejemplo: Starbucks.

En cierto modo, Howard Schultz —el fundador— hizo lo que Steve Jobs: creó para nosotros algo que no sabíamos que necesitábamos hasta que lo tuvimos. La mayoría hemos utilizado uno alguna vez en la vida, no por el producto, sino por el espacio que nos ofrece.

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Starbucks es la oficina de un montón de freelanceros del mundo. Es un buen lugar para entrevistas, sesiones creativas, juntas ejecutivas, clases de idiomas, etc; pero sobre todo, es un espacio neutral para reunirte con tu pareja —o prospecto—, con tus amigos, hasta con gente a la que no conoces físicamente —ya sabes, tus amigos de Twitter o tus dates de Tinder—. Es cómodo porque hay Wi-Fi, música feliz, iluminación cálida, rosquitas de Reyes, buen servicio y (obvio) café. Este espacio cafetero es también un generador de historias. Por ejemplo éstas, contadas por mexicanos que le deben al café de la sirena sus éxitos y sus fracasos.

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Amores atípicos

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"Ya no soporto la cara que pones cuando estás harto", gritó Karini tratando de ocultar el sufrimiento que le provocaba la ruptura. "No quiero que me veas así". No hubo gritos, ni escándalo; no los merecía su atípica historia de amor.

Diez años atrás, la chica y Franco —así lo llamaremos— se conocieron en la Universidad Iberoamericana. Ella, como toda la gente que trabajaba entonces en la escuela, asistió a una conferencia para repensar la universidad. Él era uno de los ponentes, un matemático que estudió la maestría y el doctorado en Francia. Desde que lo vio, Karini quedó impresionada. No sabía qué le gustaba más: el pelo largo, la barba, los anillos con los que jugaba todo el tiempo, o todo en su conjunto. Sí, seguro eso era.

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—Karini, mira, él es Franco —dijo un maestro que conocía a los dos mientras intercambiaban puntos de vista con sus respectivos colegas sobre la conferencia—. Franco, ella es Karini y sus hijas van en la misma escuela. Platiquen.

El hombre se dirigió a la mujer en francés y ella respondía a todo en español.

—¿No hablas francés?

—Sí, pero te voy a contestar en español.

—Ah, ¿qué no eres francesa?

—No.

—Entonces el papá…

—No, no hay papá.

Vino el intercambio de correos electrónicos para continuar la plática. Semanas después, Karini lo invitó a bailar pero Franco no quiso; mejor la invitó al cine. Después de la función platicaron durante horas en el Starbucks que está frente a la universidad. Él pidió un espresso y ella un latte. Él le habló de todos sus dolores amorosos, científicos o filosóficos. Ella lo escuchó. Luego platicaron de libros, de periódicos, de política, de sus hijas. Después comieron sushi.

Así lo hicieron durante muchos meses: Starbucks, espresso, latte, plática de tres horas y sushi. A ella le encantaba verlo y escucharlo. En ocasiones él se cansaba y se quedaba dormido frente a su taza de café y luego de un rato se despertaba, no decía "perdón", ni "me dormí", nada; sólo seguía la conversación en donde se había quedado. Lejos de molestarle, a Karini le fascinaba esa actitud que otra persona no hubiera soportado.

"No sé por qué tomas café con él si está loco. Tiene una cama en su oficina, ¡una cama!", le dijo a la Karini uno de los maestros. "¿Por qué tomas café un año con alguien y no pasa nada?", cuestionaban sus amigas; no entendían por qué en todo ese tiempo no se habían dado siquiera un beso. Su relación consistía en seducir al otro con la filosofía, el conocimiento, el debate y el café.

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Un día de diciembre la pareja se vio para intercambiar regalos de Navidad. Ese día, Karini pidió un Candy Cane. Ella siempre ha pensado que los obsequios deben reflejar la personalidad de quien recibe. De Franco sabía mucho y a la vez nada: no sabía dónde vivía o qué hacía cuando no estaba en la universidad ni con ella. Lo que sí tenía claro es que comían sushi, que iban al cine y que tomaban café. ¡Eso! ¡Franco tomaba espresso! La mujer compró una cafetera en Starbucks. Ella no sabía cómo se usaba, pero seguro Franco sí, pensó.

—¿Para qué es? —preguntó al muchacho de mandil verde en la barra—.

—Para hacer café. Es una prensa francesa.

—¿Y cómo se usa?

El tipo miró confundido a la mujer, así que ella formuló una pregunta mejor:

—¿Alguien que bebe espresso sabe?

—Sí.

Eso fue suficiente para Karini. Salió contenta con el regalo, lo envolvió y le puso un gran moño rojo. Franco lo abrió, miró el paquete y la abrazó con fuerza. Ella, muy hábil, aprovechó el acercamiento para robarle un beso.

"Estuvimos juntos 10 años. Nos separamos hace tres meses".

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El nombre de la discordia

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Cuando la periodista y escritora Sofía Reyes escribió, en un Starbucks, el libro Analucía, la muñeca made in China (La Musaraña, 2007), no imaginó que algún día terminaría tomando café ahí mismo con la mujer que inspiró el nombre de su primera publicación.

"Era sobre una muñeca que me había regalado la mamá de mi novio de aquella época. Cuando la bautizamos él me dijo: Que se llame Ana Lucía", me cuenta la autora con cierta nostalgia. "Escribí sobre ella en mi blog, muy activo en aquél entonces".

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Eran los primeros meses de 2007 y el escritor y editor Sergio Santiago Madariaga buscaba escritores para la editorial que acababa de fundar. Él había leído el blog de Sofía y le gustó lo que leyó, por eso la invitó a participar como autora. Entre los frappuccinos y el chocolate blanco de Starbucks, la escritora, el editor y la ilustradora, trabajaron durante horas el texto y la edición.

"Ana Lucía es un gran nombre", me dice la chica. "A él [el exnovio] le gustaba una Ana Lucía a la que yo no conocía". Qué cabrón, pienso para mí.

Unos años después, Sofía comenzó a trabajar en un periódico de circulación nacional. Ahí conoció a la dueña del nombre, una reportera con la que se llevó tan bien que entablaron una amistad. Así de chiquito es el mundo. "A ella le regalé un ejemplar de mi libro ya publicado. Le conté la historia y le dije: Este libro tiene tu nombre porque ese güey se inspiró en ti. A ella se le hacía rarísimo ver "Ana Lucía" escrito tantas veces. Estuvo cabrón conocerla, pero fue más raro que después nos hicimos amigas. Un día volvimos a ese mismo Starbucks [donde nació el libro] a tomar café. Al final me quedé con su nombre, con el libro y con su amistad. El novio ya qué".

Cuando terminé de platicar con Sofía, ella se fue y yo me quedé para escribir su historia en el mismo lugar donde su libro y su amistad con Ana Lucía nacieron. Me acerqué a la barra, no sin antes pedirle al vecino de mesa que vigilara mis cosas por mí, y pedí un americano grande. Abrí mi laptop y escribí durante toda la tarde, disponiendo a mis ancha de mi tercer lugar.

Historias contadas a Memo Bautista. Ilustraciones de Carlos Castillo.