Comer como sepulturero

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Comer como sepulturero

En esta entrega de 'Comer como', compartimos la comida con un sepulturero de la Ciudad de México: tacos entre tumbas y fosas aún abiertas.

Bienvenidos de nuevo a nuestra columna Comer como, donde exploramos la dieta de un personaje emblemático. En esta entrega exploramos la vida de un sepulturero en la Ciudad de México y compartimos una comida cotidiana con él, entre tumbas y fosas aún abiertas.

El panteón de San José Iztacalco, en el oriente de la Ciudad de México, huele a hígado frito.

No es un olor desagradable; el vapor fragante de la víscera de res sazonada con abundantes rodajas de cebolla y chiles toreados, se mezcla con el aroma a tierra húmeda de una fosa recién abierta, el perfume de las azucenas que una mujer llevó al sepulcro de su padre, el ligero tufo a podredumbre que escapa de una tumba donde recién depositaron un cuerpo. Es viernes, el día que Arturo González, "El Caballo", y sus demás compañeros enterradores hacen un festín en medio de los muertos.

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Arturo González, "El Caballo". Todas las fotos son del autor.

No es una falta de respeto a los difuntos ni nada semejante; desde hace muchos años ese día lo destinan para convivir. Los trabajadores que a diario caminan entre tumbas no salen del panteón porque siempre hay alguien a quién enterrar. Por lo menos tienen que quedarse dos para bajar un cuerpo y cubrir el ataúd con tierra. Por eso prefieren realizar su convivio en su lugar de trabajo. Entre todos hacen "la vaquita" —cooperación monetaria— y tras contar lo recaudado un par de ellos va a comprar lo necesario para la comilona. Después, en una zona cercana a la entrada del panteón, hacen una pequeña fogata con flores secas y las maderas que alguna vez sostuvieron las coronas fúnebres. Colocan un comal de metal a manera de hornilla y sobre él una sartén para preparar la víscera cortada en bistec. Las tortillas no, esas llegan calientes de la tortillería.

"Imagínate: un taco de hígado encebollado con sus respectivos chiles y una cervecita. ¡Eso es todo!", me dice El Caballo mientras jala aire entre los dientes y deja salir de su boca el sonido de un burbujeo. El antojo lo hizo salivar.

"Como debe ser", le respondo con emoción. Quiero un taco.

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"Los viernes eso es de cajón. Bueno, cuando se puede, cuando hay", dice mientras simula sostener un fajo de billetes con los dedos.

"Uy, entonces mañana toca".

"Bueno, ahorita lo vamos a suspender porque ya empieza a entrar bastante gente, con motivo de Día de Muertos. Entonces no podemos estar con nuestra sartén ahí porque a todo mundo se le va a antojar".

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No puedo evitar una carcajada que es interrumpida por la mirada inquisidora de una mujer arrodillada, arrancando la hierba que ha salido a la tumba que visita.

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Hace 54 años Arturo González, "El Caballo", llegó a la Ciudad de México. Tenía dos años de edad cuando sus papás dejaron el Estado de Hidalgo para encontrar mejores oportunidades en la capital del país. El oficio de panteonero le llegó en 1984, cuando tenía 24 años. Necesitaba trabajo, su esposa y sus hijos dependían de él.

"Lo único que hay es que te vayas a trabajar donde yo chambeo, allá en el panteón San José Iztacalco", lo invitó uno de sus parientes al verlo desempleado. "Vamos para el panteón", dijo con entusiasmo el muchacho.

Sin embargo, en su interior tuvo que persuadirse. El trabajo de un panteonero nadie lo quiere hacer. Es curioso, la celebración del Día de Muertos es una de las tradiciones más importantes de México y una de las más conocidas en el mundo, es Patrimonio de la Humanidad, nos sentimos orgullosos de ella y esperamos la fecha con ansia; pero nadie quiere tocar a un muerto. Ni enterrarlo.

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El tabú también bailaba en la mente de Arturo, por eso se convenció a sí mismo de que el trabajo que iba ejercer no era malo, al contrario, se trataba de una labor honrada que le daría dinero para mantener a su familia. Así que se presentó al día siguiente. Comenzó igual que la mayoría, como voluntario, recibiendo sólo propinas por un entierro o abordando a los visitantes para hacer alguna lápida u otro trabajo de mantenimiento. Luego de un tiempo le dieron un contrato, y siete años después obtuvo por fin una plaza como trabajador oficial de la delegación Iztacalco.

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"No se gana muy bien, pero soy empleado del gobierno, entonces con eso y con lo que caiga aquí, algo extra, cuando nos brindan las propinas después que terminamos un trabajo, pues ya es diferente. Y si no, pues ni hablar, para eso estamos, es mi función y adelante".

Mientras caminamos por el pasillo central del panteón veo a personas que realizan los preparativos para el Día de Muertos: limpian la tumba familiar, pintan la reja para protegerla, adornan con papel picado y flores.

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El primer día de trabajo no fue fácil para Arturo. Se sentía incómodo. Esa vez exhumó un cuerpo. Abrió con otro compañero una fosa y cavaron hasta encontrar la caja de madera en proceso de degradación por la humedad, los animales y los parásitos que hay bajo tierra. Cuando la abrieron, Arturo vio lo que alguna vez fue un cuerpo: la cara ya no era tal, sobresalía una calavera con su eterno gesto macabro, las ropas raídas y un olor putrefacto. Pero eso último poco lo notó el muchacho. Estaba impactado, jamás había visto restos humanos. Tenía miedo. Como pudo, se dio valor. Alguien debía recogerlos y ese alguien era él. Pensó en su familia, la razón que tenía para hacer lo que nadie quería. Tener trabajo digno era lo más importante. Después todo resultó más fácil. Hoy sólo le faltan tres años para jubilarse.

"Aquí me hice viejo. Apenas son 34 años, apenas llegué ayer. La verdad es que estoy chavo, mira, apenas estoy mudando", me dice antes de mostrarme su sonrisa chimuela. No puedo evitar otra carcajada —la señora que no quería que me riera ya se ha ido—. Entre las bromas y la plática de comida olvido por un momento que estoy en un panteón.

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Queso, jamón y tortillas para taquear en el panteón.

"Por aquí hay buena comida", suelto la frase para que me recomiende alguna fonda.

"Nosotros compramos lo más fácil de hacer: queso de puerco, jamón, chicharrón prensado; tortillas, su respectiva coquita y a comer, aquí entre las tumbas o donde estemos. Es más, incluso cuando tenemos que sepultar, ahí tenemos los restos, a un lado, y nosotros ahí comiendo. Ya no es nada raro para nosotros".

"¿En serio?".

"A veces, cuando terminamos de sacar algunos restos aquí comemos. En lo personal hay veces que se me olvida que acabo de sacar a un difunto y cuando menos me acuerdo, pues ya me comí dos tacos".

Quiero controlar mis emociones pero mis músculos forman un gesto de sorpresa. Es cierto que muchos mexicanos acostumbran comer en los panteones durante el Día de Muertos, el día de las madres o cuando van a visitar la tumba de un ser querido. Incluso a El Caballo le ha tocado que en una de esas fechas le regalen uno de los chamorros de cerdo que llevó la familia para convivir con su muerto. Recuerdo entonces que otra costumbre en los pueblos mexicanos es comer durante el funeral, con el cuerpo presente. No hay mucha diferencia entre eso y comer al lado de restos humanos recién extraídos.

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"¡Imagínate! con toda la cosa de lo que despide el cuerpo", me dice. "De todos modos creas anticuerpos ante todas esas bacterias".

El Caballo ríe, aunque está convencido de que su broma tiene algo de verdad. Su sentido del humor hace más liviano su trabajo. Tal vez si pensara todo el tiempo en la muerte viviría deprimido. Estamos en el centro del panteón. A pesar que el inmueble está cerca de dos vialidades muy transitadas —Plutarco Elías Calles y la avenida Andrés Molina Enríquez— jamás escuchamos un motor de auto o el claxon de algún conductor con prisa. El hombre está haciendo una lápida. Alrededor de la parte superior de la tumba ha colocado piedras lisas que sobresalen del cemento seco. El centro del sepulcro estará destinado a un pequeño jardín. Pronto tendrá pasto y algunas flores o plantas en maceta; por ahora tiene tierra y debe estar lista para el Día de Muertos. El Caballo pasa el cepillo de una escoba para quitar los residuos de tierra, cemento, polvo y basura; después aplicará pintura.

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Los trabajadores de los cementerios son multifuncionales: se organizan para terminar las diferentes tareas que hay en el cementerio: limpiar la calle principal del panteón y sus pasillos angostos, retirar las flores y los arreglos marchitos, hacer la albañilería de bóvedas —donde caben tres cajas—, cargar los camiones del servicio de limpia con basura y cascajo, construir lápidas, reparar monumentos funerarios sobre algunas tumbas y, sobre todo: destapar las fosas, exhumar los cuerpos que se encuentran dentro y sepultar al muerto nuevo junto con los restos. Por esta labor algunas personas los llaman "camilos" o "camilitos".

No está muy claro el por qué del apodo. Es probable que se les relacione con San Camilo de Lelis, un santo que consagró su vida al cuidado de los enfermos y los moribundos, cuyas almas encaminaba hacia Dios. Sin embargo, el patrono de quienes se dedican a enterrar a los muertos es San Antonio Abad, quien ayudado por dos leones y otros animales enterró al anacoreta Pablo el Simple cuando este murió. De ahí que sea, según la tradición católica, protector de los sepultureros, los animales y, en una de esas, hasta de los ecologistas. Por eso me llama la atención que a los sepultureros les nombren "camilos" y no "antonios", o "toñitos".

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"¿Por qué les dicen "camilos"?", pregunto. Tal vez El Caballo no sepa la historia de San Camilo de Lelis, pero su respuesta se acerca más hacia las acciones del santo italiano que al patrono que tiene nombre de estación del metro: "¡Ah! Somos "camilos" porque encaminamos a las almas. Es un decir".

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Satisfecho con su respuesta el hombre deja de cepillar la tumba y abre la botella helada de Coca-Cola que dejó en el sepulcro continuo para que no le estorbara durante el trabajo. Para él, el refresco negro es un básico para aliviar la sed y tener breves picos de energía. Otros de los trabajadores prefieren el agua saborizada.

"¿Y hoy qué habrá de comer?", pregunto.

"Hoy no va a haber de comer nada". Por primera vez mientras platicamos la voz de El Caballo deja el tono de broma. Se torna seria. "Estamos chambeando. Aquí no es de todos los días. Cuando se puede comer se come y cuando no ni hablar".

"¿En serio no va a comer hoy?"

"Hoy no. Así se va uno a casa. También es por falta de dinero".

Lo bueno es que este sepulturero no tiene el estómago vacío. Todos los días antes de salir de su casa, en la colonia Martín Carrera (en la frontera con el Estado de México), desayuna un café con leche acompañado de un pan dulce y un bolillo. Para él esa carga es suficiente para aguantar su jornada de siete de la mañana hasta la hora de la comida o la salida, a las cuatro de la tarde. Si no puede comer, entonces compra con la señora que está a la entrada de los baños del panteón unos cacahuates o unas galletas, o lo que él llama un "desayuno ejecutivo", porque ha visto que eso es lo que come la gente de traje y corbata antes de ingresar a sus oficinas: una Coca-Cola y un gansito.

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"Oiga, dice mi papá que si lo va a ayudar", le pide un muchacho de unos 18 años. El hombre deja su tarea y camina a otro punto del panteón para auxiliar a "El Gallo", otro camilo. Son las dos de la tarde. Pronto llegará la hora de la comida. Es inevitable que hablemos de ella mientras avanzamos entre tumbas para llegar al pasillo principal del panteón.

"¿Sabes cuál es mi comida preferida? La carne de cerdo", me dice.

"¡La carnitas!", le digo.

"Sí, en domingo. Cuando hay dinero, si no pues me las imagino. O la carne de puerco con chile verde, nopalitos, con verdolagas o con papitas".

"Y el chicharrón prensado".

"Sí, pero eso es aquí en el trabajo. Aquí no hay nada de que lo vamos a freír, porque no hay tiempo. Directamente de la carnicería, al rojo vivo, abrimos la bolsa, compramos dos kilos de tortillas y, órale, hagan sus tacos. Unos chiles cuaresmeños, sal y limón…".

El Caballo se interrumpe, tiene que jalar la saliva que se acumula en su boca. Traga, me lanza una mirada de complicidad antes de pronunciar otra frase que nos hará botar carcajadas:

"Ya hasta me dio hambre", en cuanto deja de reír retoma la conversación y vuelve a tomar un aspecto de seriedad. "Con eso y ya, porque sí es pesado esto. Simplemente para quitar las lápidas que son de granito. ¡Imagínate! Hay que desmontarlas y después cargarlas. Y hay que cargarlas con cariño para que no se rompan".

"Y con cuidado para que no se vaya a lastimar".

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"No, para nada, sólo lo normal: dolor de espalda, dolor de brazos, pero hasta ahí. A mí no me pasa nada".

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Puede ser que El Caballo tenga razón que comer junto a restos humanos le genere anticuerpos. Los accidentes están a la orden del día y aunque todos los trabajadores usan botas industriales y algunos portan un uniforme, no se trata de un equipo que los proteja de una caída o un raspón con una caja oxidada. Ni siquiera usan guantes o un tapabocas. Aunque no por voluntad, El Caballo al menos recibe las vacunas que manda el sistema de salud de la Ciudad de México.

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El Gallo ha hecho una lápida que mide 1.80 metros por casi un metro de ancho. En un día hizo esa tapadera de cemento y azulejo que pesa unos 100 kilos. Construir una bóveda con tabique y cemento, de 2.20 metros de profundidad en una tumba que almacene tres cajas les lleva cuatro horas entre tres personas; excavar una fosa requiere dos horas de trabajo más el tiempo que dure la ceremonia luctuosa. Tarea pesada esa de conducir a las almas a la última morada.

El Caballo, El Gallo y el muchacho de 18 años cargan la lápida y la llevan unos 30 metros adelante. No es fácil el camino pues el terreno parece una carretera con baches. Caminan entre sepulcros a nivel de suelo de las que sobresalen pequeñas lomas, otras tienen lápidas gruesas que son inevitables pisar para no caer en alguna fosa, además sortean cruces y monumentos. Aumentan la dificultad las risas que provoca El Caballo que no para de alburear a cuanto trabajador se le pone enfrente. Por fin llegan a la tumba indicada. Antes de cerrarla con la lápida avientan un par de bolsas de basura con restos.

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"Vente —me dice El Caballo— te invito una coquita".

"N'hombre, cómo cree. Mejor yo se la invito".

"Oh, usted no diga que no, vamos".

"Está bien, vamos pero yo invito la botana", le insisto.

"No, eso es como si tu pagaras la coca. ¿O me vas a despreciar?

Mientras caminamos El Caballo me cuenta que pasando el dos de noviembre, cuando las almas se han llevado la esencia de los alimentos, da pequeños pellizcos a algunas ofrendas que la gente deja en los sepulcros. Toma una manzana de la tumba de un abuelo, un pan de muerto de la de un adolescente o un dulce de la de un niño. No lo hace por fechoría: el hombre cuida del difunto todo el año y el muerto le comparte un poco de su comida. Es un intercambio justo.

Antes de llegar a la mesa de la señora de los baños El Caballo me revela el secreto para trabajar en el necesario oficio del camilo: "¿Sabes que es muy importante en esto? Hacerlo con amor y nada te va a pasar. En serio. A mí me encanta mi trabajo. Aquí ya sale para todo, gracias a Dios".

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