A falta de café mexicano, té taiwanés

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A falta de café mexicano, té taiwanés

Soy mexicano y llevo meses viviendo en Taipéi, donde el buen café no existe. Por eso me sumergí en el mundo del té, a pesar de no conocer nada más que los sobres de La Pastora. Esto encontré.

A falta de café, té.

Soy mexicano y llevo meses viviendo en Taipéi, donde el buen café no existe. A menos de que lo maletees o de que lo consigas, a cambio de muchos billetes, con algún importador. Ser adicto al café en Asia es un lujo impagable, así que tuve que aprender a tomar el té.

Cuando vivía en México tenía un ritual matutino que seguía con rigor todos los días: levantarme, ir al baño, hacer pipí sentado, checar mis correos y los chistes malos de mis amigos en Facebook y beberme un café veracruzano recién molido. Todo terminó cuando me fui a vivir a Asia.

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Al llegar a Taipéi me dediqué a probar varios tipos de café solo para encontrar que ninguno me gustó, todos eran demasiado amargos o ácidos. Mis mañanas, de forma paralela, se convirtieron en lo mismo: amargas como el café de mierda que bebía. Cuando la depresión pasó y mi mente se despejó me di cuenta de lo obvio: estoy en la meca del té.

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Así nació un nuevo ritual, que como las mejores cosas de la vida, surgió del fracaso.

Como en México la cultura del té es pobre, yo no conocía más que las bolsitas de la Pastora y creía que la manzanilla y la tila eran tés —ahora sé que son tisanas porque no están hechas de la hoja del té—. Sin embargo, en mi búsqueda terminó por gustarme este maravilloso brebaje, como quien de repente se enamora de alguien a quien conocía poco.

Empecé leyendo El libro del té, de Okakura Kakuzō, donde el autor divide al tres en tres tiempos fundamentales: la infusión del té, que se inventó en China; el matcha japonés —té molido— y por último llegó la máxima expresión del refinamiento, sutileza y fuerza en los tés de infusión. Con el perdón del maestro japonés, creo que habría que agregar uno más: los tés fríos de Taiwán.

El té en las altas montañas de Taipéi

El más famoso de China y Taiwán es el oolong, un té que parece azulado por su combinación cromática entre el verde y el negro —color de la hoja en oxidación—. Para conocer todo sobre el oolong me recomendaron ir al pueblo de Maokong, un sitio parecido a la comarca de los hobbits, subir siete kilómetros de escalones y visitar una casa de té que me recordó a El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki. Mientras subía las escaleras, con un pulmón en la mano y lanzando improperios interiores, me convencí a mí mismo de que el viaje valía la pena solamente por el paisaje: desde la altura se puede ver todo Taipéi, rodeada de vegetación exuberante y colores que no he vuelto a ver nunca. Me sentí en un cuento de Rudyard Kipiling.

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Pero resulta que el paisaje no es lo único maravilloso de este pueblo montañoso. Escondido, hasta arriba, en lo más alto de una montaña está EL maestro del té oolong.

Nunca entendí su nombre, así que lo llamaré Chang. El señor Chang me sentó en una mesa de madera trazada, sacó una jarra con agua y un recipiente de barro. Calentó el agua en un pequeño fogón de gas y luego la vació dentro de la tetera de barro donde había colocado unas hojas de té variedad Tie Guan Yin. Después de 3 minutos sirvió el ahora líquido ámbar en un recipiente plateado. Ansioso, intenté servirme en una de las tazas de porcelana blanca que había sobre la madera, pero mi anfitrión, con un reflejo digno de Kung Fu, me dio un manazo y me arrebató la jarra. Tiró la infusión dentro de un hueco incorporado a la mesa de madera trazada y con señas me explicó que la primera infusión de té nunca se bebe porque suele quedar muy amarga.

Me pidió paciencia. Después de 4 minutos repitió la operación y esta vez sí me dejó beber un poco.

El sabor de la tierra, de los pinos y un poquito de vainilla. Todo lo noté en la primera taza, aunque de forma muy sutil. Sin embargo, la alquimia ocurrió y mientras más té bebía, más sabores percibía.

Pasé 4 horas con el maestro del té, bebiendo, conversando sobre el sabor de la infusión, y paseando por los jardines, entre las plantas de té que él mismo cultiva, seca y prepara. Aquí el tiempo pasó más lento. Así son todos los días del señor Chang: bebiendo té, contemplando, jugando con su perro.

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Su hija, quien sí habla inglés, me explicó que normalmente él no sirve el té, pero lo encontré de buen humor y me vio "tan despistado" que quiso hacer el esfuerzo conmigo y ganar puntos Karma. Agradecí, compré una caja roja llena del té que bebí y regresé a Taipéi.

Las casas de té de Taiwán

Las casas de té de Taiwán, la mayoría antiquísimas, son consideradas como centros de refinamiento y de resistencia política, pues eran los puntos de reunión de intelectuales taiwaneses que, durante el gobierno militar que tuvo Taiwán durante la Segunda Guerra Mundial, formaron frentes de resistencia.

Dentro de todas las casas que hay y de las que visité, destaco a Yu Lin Xin, donde probé el mejor té negro taiwanés —cultivado en las montañas altas—. Ahí me enseñaron a preparar el té en cinco sencillos pasos: 1) se colocan las hojas en la tetera; 2) Se agrega agua caliente —no demasiado, nunca hirviendo; 3) se deja reposar por 3 minutos; 4) se desecha la primera infusión; 5) se repite todo para hacer la segunda infusión; 6) se sirve en un recipiente blanco.

El sabor del té negro taiwanés es delicadísimo y sorprendente. Sin mucho esfuerzo noté sabores emparentados con la canela y ligeras notas de menta. Nada parecido a los sobre de La Pastora que había bebido en México.

Después de la profunda experiencia fui a buscar algo más comercial: el TWG, que es, podría decirse, algo como el Disney World de los tés. Es una tienda de tés originaria de Singapur, pero tiene una sucursal dentro del vestíbulo principal del rascacielos Taipéi 101.

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Aquí hay tés de todos los países, desde Sudáfrica, Laos y Japón, hasta Burma y el Himalaya. Además de los tés puros, hay un montón de mezclas: combinaciones de la hoja de té con frutos secos, cortezas de árboles frutales y hierbas que potencializan el aroma y, por lo tanto, el sabor. Probé el chai rojo de Sudáfrica: una bebida erótica y fulminante, color rojo como la carne de las pinturas de Mark Rothko y un sabor de final largo y picante que me dejó con ganas de beber más.

Luego pasé al mundo de los tés japoneses, que son mucho más complejos, con tonalidades esmeralda y sabores a tierra que despertaron terrenos inhábiles en mi paladar. También probé el té Gyokuro Minami, creado por el maestro del té Kanetoshi Yamaguchi, una especie de Hattori Hanzō (bajo la concepción de Quentin Tarantino) quien lo cultivaba de forma hiperperfeccionista en su jardín del pueblo de Hoshino.

Al salir de este lugar lleno de parafernalia capitalista no pude evitar ir por uno de mis guilty pleasures favoritos: el Happy Lemon, un té frío de jazmín con rodajas de limón que venden por doquier en Taipéi.

Es una infusión caliente de té verde con jazmín a la que agregan azúcar mascabada, un chingo de hielo y rodajas de limón fresco. La frescura de la bebida me lleva a las colinas salvajes taiwanesas y me abstrae de la selva de asfalto. En estas casas de té capitalistas, como TWG venden también el famoso Bubble Tea: un té negro con leche de soya y bolitas de tapioca, la misma que Hilary Clinton probó públicamente hace poco como parte de su campaña política, aunque a mí me recuerda más al Episodio IV de Star Wars.

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Para culminar este sabroso viaje por el universo del té, bajo la mirada punzante como sable de samurái del gran Okakura Kakuzō, alzo mi vasito de plástico con té de Happy Lemon y brindo por la larga vida de la bebida que me rescató de mi sufrimiento en la ausencia del café.

Larga vida al té.

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Sigue a Raúl en @raulgasque.