El patacón colombiano: un antojito salvaje

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El patacón colombiano: un antojito salvaje

Popular a lo largo de la costa caribeña de Colombia, el patacón con todo es una bomba calórica y salvaje que parece híbrido entre poutine, pizza, y sobras.

La elegante albañilería a lo largo de las calles de Cartagena suplica interacción. Consideremos, por ejemplo, la fuente de querubín en medio de la plaza Camellón de los Mártires, donde un hombre estaba mojando sus pies y lavando sus chanclas, y en la que, cinco minutos más tarde, me encontré con otro hombre salpicando su cara en la misma agua.

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Todas las fotos son del autor.

Así que no es sorprendente que en un entorno tan transitable, las escenas sociales broten y se unan en las plazas de la ciudad. Cada noche durante mi estancia en Cartagena, me uní a la reunión de músicos, equipos de carritos de comida, y bebedores en la Plaza de la Trinidad, la pieza central del barrio funky de Getsemani. Flanqueado por una iglesia cuadrada, del siglo XVII, estuco que se desmorona, y arte callejero brillante, la plaza permite a sus multitudes atrapar las brisas nocturnas que las protegen del calor del Caribe.

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El consumo de alcohol está permitido en la plaza, y gracias a una tienda de comestibles al aire libre frente a la iglesia, una cerveza fría nunca está lejos. Cuando compraba una cerveza Aguila, el empleado sudoroso habitualmente lanzaba la tapa de la botella afuera de la tienda hacia el arco de la calle, donde se uniría a unas cuantas docenas de tapas ya estrelladas contra el pavimento por los taxis que pasaban.

Una noche, decidí acompañar la cerveza con una de las ofertas de comida callejera, así que elegí el carro con la fila más larga: Hamburger Gabriel. Pero no por una hamburguesa. El equipo de tres personas elabora solo un tipo de elemento a la vez en una línea de montaje, y en ese momento estaba preparando una flota de pirámides en crecimiento, dos docenas más o menos, acomodadas apretadamente en el borde de la carreta como aviones en un portaaviones. Cada uno era un patacón, es decir plátano verde frito, con todo.

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Patacón con todo.

Popular a lo largo de la costa caribeña de Colombia, el patacón con todo es una maravilla de ahorro económico y exceso de calorías que parece reclamar un pedigrí de indulgente polinización cruzada entre poutine, pizza, y sobras. Los ingredientes comunes incluyen salchichas, pollo desmenuzado, cebolla, queso, palitos de papa y salsa tártara, todos apilados en capas en la parte superior de un patacón frito, al estilo de la tortuga Yertle.

El cocinero había arrojado un bloque de dos kilos de queso a la plancha y lo cortó grosera y salvajemente, como si estuviera ofendido de que el queso se atreviera a ser vendido en un tamaño tan grande. En la parte delantera del carro, otro cocinero estaba ocupado colocando una capa de carne desmenuzada en la pila de cada plato con chorritos de cátsup.

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Mientras esperaba, algo entre un chillido y un canto atravesó los sonidos de la carne. Detrás del carro, una mujer joven con una máscara blanca y sin agujeros para los ojos acababa de alzar las manos y estaba ofreciendo algo que sonaba como un hechizo. O simplemente poesía, supongo. Pero en cuanto empezó a hablar, los perros callejeros cerca de ella la miraron y comenzaron a aullar. Al parecer, su hechizo solo parecía afectar a los caninos.

Los perros callejeros pronto volvieron a sus personalidades amistosas regulares, con lo que se ganaban que las personas sentadas alrededor de la iglesia les rascaran detrás de las orejas y les rascaran la panza. Los perros no caminaban con los aires decaídos y agitados que esperaba de los perros callejeros de América Latina, y no mostraban tenerle miedo a los humanos. Los patronos de la plaza trataban a los perros como mascotas comunales. Su cena consistía de trozos de hot dogs, esquinas de arepas fritas, y todo lo que caía sobre las piedras porosas en frente de la iglesia.

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Pronto contribuí al buffet de los perros callejeros, pues algunos palitos de papa (equilibrados en la parte superior del plato recién terminado que acababa de comprar) se cayeron. Y bien ¿qué más había en el plato? Traté de comer de la parte de en medio para averiguarlo. La plaza estaba esmaltada con un amarillo tenue de los faroles, así que no podía ver exactamente lo que estaba comiendo. Probablemente debería haber traído un faro para ayudar en la excavación. Rompí a través de una costra de palitos de papas, revelando una capa fibrosa de carne.

Sondeando más profundamente, toqué un compartimento burbujeante, adiviné que era queso, seguido por el crujido vacuo de la lechuga iceberg (la única especie de crujido que la iceberg sabe ofrecer), y un bocado suave de butifarra. Luego algo tímido y correoso, sin ofrecer resistencia. Eso era todo: en la parte inferior, me alegro de informar, un patacón. Sin embargo, un patacón resignado, una masa sin personalidad gracias a la grasa y el peso implacable de todas las cosas en la parte superior.

Nunca vi un patacón con todo a la luz del día. Pero me alejé de la plaza satisfecho porque me había llevado con éxito una emoción barata (9 mil 500 pesos colombianos, o alrededor de $3 dólares).

Los perros callejeros no pensaban igual. Mientras absorbían todo lo demás de los escalones de piedra, evitaban la aspersión liberal de cerillos de papa caídos, dejándome contemplar donde pertenecían mis gustos en la jerarquía de normas de la Plaza de la Trinidad.