Ser historiador tiene sus buenas y también sus malas. Bueno querer saber un poco más sobre el origen y el significado de las cosas que comemos cotidianamente, pero malo por evidenciar que mucho de lo que veneramos en nuestras mesas y hogares pertenece al mundo de lo mítico, epifanía con la que uno acaba no creyendo en nada. Como además los historiadores somos buenas y humanistas personas, consideramos justo compartirles un poco de esa verdad que encontramos y de paso, les echamos a perder sin empacho alguna creencia de esas que les tienen invadido el paladar y el corazón. Los historiadores somos, en suma, unos aguafiestas, y ahora, con perdón de ustedes, me dispongo a probarlo.
Publicidad
Ninguna gastronomía nacional existiría o se mantendría incólume sin beber de las sagradas fuentes de lo mítico. En efecto, no importa a dónde vaya alguien por el mundo, se enfrentará a la mitología local con la que la gente, después de siglos de arquitectura del pensamiento y un muy necesario consenso, interpreta el mundo de una manera única y perfectamente válida como parte esencial de algo a lo que llamamos cultura. Casi resulta innecesario decir que la gastronomía es una parte esencial de la cultura humana, pero que lo ilustre el hecho de que ésta permite introducir –literalmente– el mundo a nuestros cuerpos y decodificarlo de manera satisfactoria tanto para nutrirnos y dejarnos vivir como para conocer, al moldear nuestros paladares y sentar las bases para una posterior reproducción gastronómica de ese mundo, como parte de una identidad. Entendamos, pues, tal introducción del alimento al cuerpo como ingesta y conocimiento, y a la decodificación como una digestión provechosa de significados, muchos de ellos míticos. Ya después será la cultura la encargada de transformarla en comida, dotándola de sentido y placer al compartirla en la mesa.
En México le gritamos al mundo –convencidos y con plena justificación– que nuestra gastronomía es única y que tienen que venir a probarnos. Le imponemos a nuestros platillos apellidos que los enaltecen (aunque no todo mortal los entienda) como "bellos", "barrocos" o "históricos", pero casi nunca nos acordamos de llamarlos como se debe, es decir, "míticos". Entonces, para no variar y mediáticamente enfrentar la realidad gozosa de que su temporada se acerca, hablemos de Chiles en nogada.
Publicidad
Los mitos y realidades del Chile en nogada
A pesar de ser tan reales, los Chiles en nogada son –qué paradoja– auténticamente míticos. Tal y como hoy los conocemos, con sus tres colorcitos patrióticos y su look enigmático-irresistible, son el producto del empeño de dos cocineras de la tercera década del siglo XX por ver publicados sus recetarios, pero sobre todo de la imaginación de un conocido cronista con ganas de ser historiador al que le ganaban siempre la ficción y el frenesí por lo pintoresco. A don Artemio del Valle-Arizpe le gustaba mucho adornar el pasado en sus escritos, y lo hizo de una manera tan convincente y exitosa, que hoy se dan por buenos muchos de sus ilusorios dichos y afirmaciones sobre la época del barroco novohispano, como ése que afirma que Sor Juana no sólo fue cocinera, sino golosa repostera y confitera, y el de que los Chiles en nogada los crearon unas monjas en Puebla para agasajar a Agustín de Iturbide el meritito día de su santo. Pero todo eso no son sino datos llenos de inflamado fervor patrio, nada más. Los beneméritos Chiles en nogada, hoy elevados al rango de símbolo nacional y en olor de santidad gracias al culto de que son objeto, son herederos de una larga tradición que con el tiempo fue acumulando elementos y formas, pues hay que recordar que todo platillo debe mutar para ajustarse a las exigencias de cada época, o perderá significado y caerá en desuso.
Publicidad
Los chiles rellenos no eran rellenos
Capeado o no capeado
Publicidad
La nogada no es mexicana
El verdadero origen
Y ya frente a mis primeros chiles de la temporada, embelesado y con la cámara del teléfono enfocada y a punto de emitir el click que comunicará a l mundo este efímero momento de gozo y placer, escucho salir del bello montaje una especie murmullo, un suspiro que sentencia:"Historiadores necios que acusáis al mito y su edificación sin ver que sois la ocasión al comernos de dar Fe de su vitalidad y acción".