Explosivas imágenes de Las Parrandas, la competencia de fuegos artificiales de Cuba

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El número A través del espejo

Explosivas imágenes de Las Parrandas, la competencia de fuegos artificiales de Cuba

Fotografías del enfrentamiento anual de fuegos artificiales de Cuba en la pequeña localidad de Remedios.

Este artículo apareció en el número "A través del espejo" de la revista VICE. Puedes leerla completa AQUÍ.

En diciembre, Lewis y yo fuimos admitidos en el taller de San Salvador, en uno de dos barrios rivales de Remedios, una pequeña localidad de la costa norte de Cuba, en la provincia de Las Villas. Los trabajadores nos recibieron con una mezcla de confusión y sospecha, una reacción apropiada, pensé, para un grupo de extraños que llegaron a un lugar de trabajo con sólo una botella de ron y una comprensión básica de la lengua. Estábamos parados sin saber qué hacer en el borde de un gran patio rodeado por cuatro almacenes de fachada abierta. Nos rodeaban grupos de veinteañeros, que martillaban y pintaban lo que se convertiría en el escenario hipnótico de un enfrentamiento anual de fuegos artificiales de proporciones inimaginables llamado "Las parrandas de Remedios".

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Entre la multitud, noté a un hombre en particular, iba vestido con pantalones cortos de mezclilla, fumaba un cigarro y aplaudía el trabajo de los demás. Me llamó la atención y se acercó, rechazó el Camel que le ofrecí ("son para niñas") y se sirvió de nuestro ron antes de darnos un poco del que él llevaba en una botella de agua. Se llamaba Ditto y tenía la piel clara con pecas y ojos azules. Él era uno de los muchos jornaleros que habían estado trabajando en el sitio durante los últimos dos meses. Explicó que éstos eran los últimos días de trabajo remunerado antes de que se agotara el dinero asignado por el estado. Como resultado, el ritmo de trabajo era frenético, ya que sabían que los plazos debían cumplirse antes de que el dinero se acabara.

Cuando el sol empezó a ponerse, los grupos se dispersaron. Aproximadamente diez se quedaron y se reunieron en la parte trasera del almacén, bajo los últimos rayos del sol, para terminar de pintar. En el fondo se escuchaba un juego de beisbol a través de un radio mal sintonizado.

En Remedios, pasamos la mayor parte de las noches en la plaza principal de la ciudad, bebiendo y viendo cómo desfilaban bandadas de jovencitas, tomadas de los brazos e ignorando los piropos. Alrededor de la plaza, los rostros de las personas parecían flotar, iluminados por la luz de los teléfonos.

Cuando no estábamos sentados en la plaza, jugábamos dominó en la esquina de la calle. Juntábamos sillas y taburetes de varias casas, robadas a los miembros más jóvenes de la familia y de los pies de las madres que tomaban un descanso. El tablero, una vieja puerta, provenía de una de las casas. Ditto poseía una que estaba torcida, que sólo utilizaba si era necesario.

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La inscripción en la moneda del peso cubano dice: "Patria o muerte". Le pregunté a Ditto si creía en ello. Se echó a reír. Entonces pregunté quién sí lo creía, e hizo un gesto como si estuviera acariciando una barba (lenguaje de señas para referirse a Castro). El sentimiento hacia el difunto líder varía según el grupo de edad: para aquellos con la edad suficiente para recordar la revolución —y la posterior relación turbulenta con Estados Unidos— Castro era un semidiós, intocable. Para aquellos demasiado jóvenes para recordar esa época, representaba un sistema económico obsoleto y la causa de los problemas de Cuba.

La semana después de que hubieran terminado los carros alegóricos de Las Parrandas, Ditto y su primo Pocholo no tenían nada que hacer, así que tomamos un autobús a la playa. Sin embargo, el conductor confiscó nuestra botella de ron, así que nos sentamos como colegiales en la parte trasera mientras pasábamos por las ciudades color polvo y la tierra sin cultivos. Los carteles publicitarios salpicaban la carretera con lemas nacionalistas; en uno podía leerse: "En contra del bloqueo, una injusticia contra Cuba". Pasamos por un malecón donde los cascos oxidados de los botes se mecían sin tripulación, la gran mayoría eran pesqueros. No había yates ni barcos de motor; el único barco navegable era un barco militar. Nos preguntamos cuánto tiempo te darían por robarlo. "Quince años", dijo Pocholo. La playa misma salía de unos bancos de concreto: cimientos de un hotel inacabado, cuya construcción parecía haber sido abandonada décadas antes. Más allá, el agua verde se extendía hacia la costa estadounidense. — PETER LANE

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