Artículo publicado por VICE México.Segundo de primaria. Venía de celebrar mi cumpleaños en compañía de mis amistades más cercanas: una decena de amigos que había logrado construir a lo largo de un lustro. No había temática, fue una fiesta infantil con piñata, azúcar en diferentes presentaciones y lodo. Al interior de la piñata, además de dulces, había unos cuantos juguetes, entre ellos, unas figuras de plástico de siete centímetros en las que se inmortalizaba al Pato Donald, Mickey Mouse y familia en su versión explorador.
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El lunes siguiente, durante las primeras horas de clase, catapulté desde el suelo del salón una de estas figuras con el apoyo de una regla metálica y una barricada de gomas que servía como soporte intermedio para potencializar la proyección. La maestra Lulú, titular del salón 21, estaba a un metro de distancia del artefacto, y mis intuiciones físicas decían que la figurilla de pato volaría hacía arriba o hacia atrás, pero nunca al interior de su falda.
Abruptamente, la figurilla de plástico disparada irrumpió violentamente al oscuro interior del ropaje de la maestra Lourdes, muy probablemente rozando parte de su ropa interior posterior al trayecto rosa pastel de su larga falda. Yo no podía creerlo. Lo que siguió a eso fue un grito terrorífico: “¿Quién hizo eso?” Y no quedó más que asumir la culpa. Una hora después, tenía en mis manos el primer reporte de muchos que acompañarían mi historial académico. Mis disculpas nunca lograron sanar el espontáneo impacto de aquella vergüenza, pero de verdad, aunque parezca, no lo hice a propósito.Hace poco narré esta penosa anécdota a un grupo de amigos, razón por la cual decidí escribir este texto para no sentirme tan solo en mi desgracia, así que le pedí a varias personas que me narraran su vergüenza más significativa de cuando eran pequeños e indefensos y esto fue lo que me contaron.
De pequeña, 9 o 10 años, me daba pavor cerrar la puerta del baño. Un día en mi propia casa, un amigo de mi hermano —del que estaba enamorada— abrió la puerta en el momento exacto en el que yo estaba haciendo caca. Debido al susto me paré en chinga, a la mitad del camino, casi puedo jurar que el salpicón de agua llegó hasta sus zapatos.Cuando tenía como 8 años, fui al mercado con mis hermanos a comprar tatuajes de esos que se pegan con agua. Me puse una calavera gigantesca en una nalga. Ese día, por la tarde, hubo una comida familiar en la casa. El baño daba a la sala y eventualmente me metí a hacer pipí sin cerrar la puerta, cuando me bajé los pantalones y los calzones, todos los invitados, desde la sala, tuvieron la oportunidad de ver la calavera en mi gluteo.Una vez en la primaria iba corriendo hacia el baño y no me di cuenta que alguien había vomitado en la entrada. No vi la mancha de vómito y al entrar me resbalé, caí en guácara ajena. Como era horario de clase me fui directo a la enfermaría y de ahí a mi casa. Guardé este secreto aproximadamente 20 años.De chico siempre iba a hacer caca al baño de la enfermería porque estaba más limpio y un día, en pleno topo, me pidieron que saliera para que un niño vomitara, pero tardé tanto en salir que el chamaco se vómito en la entrada del baño.
Abruptamente, la figurilla de plástico disparada irrumpió violentamente al oscuro interior del ropaje de la maestra Lourdes, muy probablemente rozando parte de su ropa interior posterior al trayecto rosa pastel de su larga falda. Yo no podía creerlo. Lo que siguió a eso fue un grito terrorífico: “¿Quién hizo eso?” Y no quedó más que asumir la culpa. Una hora después, tenía en mis manos el primer reporte de muchos que acompañarían mi historial académico. Mis disculpas nunca lograron sanar el espontáneo impacto de aquella vergüenza, pero de verdad, aunque parezca, no lo hice a propósito.Hace poco narré esta penosa anécdota a un grupo de amigos, razón por la cual decidí escribir este texto para no sentirme tan solo en mi desgracia, así que le pedí a varias personas que me narraran su vergüenza más significativa de cuando eran pequeños e indefensos y esto fue lo que me contaron.
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