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‘Juego de tronos’ vuelve a ser una buena serie con la nueva temporada

La séptima temporada fue impactante y sorprendente, pero también muy decepcionante. El nuevo episodio, ‘Invernalia’, nos recuerda a las raíces de la serie.
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Images courtesy of HBO. 

Hace varias temporadas, cuando en un episodio de Juego de tronos veías a dos personajes abrazarse —sonriendo ampliamente y apretándose fuerte—, lo primero que pensabas era: Vale, ¿estoy a punto de presenciar otro asesinato de esos de puñalada por la espalda? De todas las series de la época dorada de la televisión, pocas se habían ganado a pulso la desconfianza del espectador por gestos tan simples como una conversación subida de ironía, una mirada recelosa o una mueca socarrona. Y es que la serie se articulaba en torno a una trama argumental compleja y muy sólida. Uno podía entender las razones que llevaban a determinados actos y sabía qué perseguían los personajes. Ese nivel de calidad argumental no siempre se ha mantenido —la temporada pasada, concretamente, fue decepcionante, hasta el punto de que parecía otra serie—, pero parece que con el estreno de la nueva temporada estamos presenciando un regreso a las buenas costumbres en más de un aspecto.

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Teniendo en cuenta que la serie ya no es una adaptación de los libros de George R. R. Martin, sino de los borradores que escribió para su última novela, podría entenderse por qué la séptima temporada tiene un rollo totalmente distinto. Varios críticos ya mencionaron que hace dos años había aspectos de la trama que existían simplemente porque sí: el pique entre Arya y Sansa se veía forzado comparado con otros asuntos más acuciantes; las repetidas evasiones de la muerte por parte de Jon Nieve fueron soluciones baratas y los encuentros de Tyrion con su hermana, Cersei, parecían reciclados. Y sí, vale, es una serie de fantasía con dragones y zombis, pero a pesar de todo siempre ha dado una sensación de realismo. Por eso, cuando de repente los personajes y los ejércitos eran capaces de viajar cientos de kilómetros de un extremo del continente a otro en un abrir y cerrar de ojos, todo ese mundo tan sólidamente construido se desmoronaba.


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Y entonces llega la octava temporada, que, de momento, parece retomar lo bueno de las primeras. La primera escena incluso nos sugiere que de momento ignoremos las desmedidas ambiciones de la temporada siete y recordemos las humildes raíces del episodio piloto: un niño sube a un árbol para ver a los Inmaculados, los dothraki y la madre de dragones marchando hacia Invernalia. Una escena que nos recuerda a cuando Bran subía por las paredes del castillo para ver llegar la caravana en la primera temporada. Y luego está Arya, una Stark que no tiene paciencia para formalidades reales, ni en el episodio piloto ni en el de anoche, y a cuyo paradero a menudo hizo referencia Sansa en ambos casos, también. Respecto a lo demás, en esta nueva entrega volvemos a ver los mismos chascarrillos, las mismas miradas de soslayo y las mismas respuestas cortantes que hicieron de Juego de tronos un fenómeno mundial.

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Pueden citarse varias formas en las que la serie ha logrado forjar un elenco de personajes con tanta riqueza de matices —mediante dinámicas familiares en constante evolución, la falta de escrúpulos a la hora de eliminar personajes principales, el ritmo narrativo— pero tampoco debemos ignorar todas las normas que ha quebrantado para llegar a convertirse en la serie omnipresente que es hoy.

Juego de tronos se regía por directrices estrictas que nada tenían que ver con las expectativas del público. El desarrollo de los personajes se profundizó principalmente a raíz de una serie de conversaciones no relacionadas con espadas, dragones o muertos vivientes. En este nuevo episodio, el momento clásico de Juego de tornos nos lo da Sansa, cuando le pregunta a la señora reina de dragones cómo piensa alimentar a su ejército y a dos dragones en pleno invierno. O Jon, cuando se le pregunta cómo puede justificar haber partido como Rey, con la bendición de las gentes del Norte, y regresar como siervo de una extranjera que, además, procede de una familia que asesinó a lords norteños. Y, por supuesto, ¿cómo puede Samwell Tarly seguir a su mejor amigo cuando su familia fue aniquilada por la mujer a la que Jon ha decidido rendir pleitesía?

Esos son los sencillos momentos de los que se alejó la temporada 7 en favor de batallas a gran escala y zombis lanzadores de jabalina. Se intentó hacer que todo fuera impactante, magnífico, y de repente se consiguió lo contrario. Y es que Juego de tronos es grande precisamente por no serlo. Tal vez el mejor indicativo de hacia dónde se dirige la serie lo encontremos en la última escena: Jamie llega a Invernalia y ve a Bran Stark, el mismo muchacho al que hace años empujó desde lo alto de una torre. Aquella escena de la primera temporada ya anunciaba que Juego de tronos iba a ser una serie despiadada. Nadie estaría a salvo, la felicidad duraría poco y habría muchos corazones rotos.

No es hasta los dos últimos minutos del capítulo que nos encontramos con la escena impactante a la que la serie nos tiene acostumbrados: la de un niño de los Umber, curiosamente llamado Ned. Es el líder de su familia después de que su padre, Pequeño Jon Umber, muriera en la Batalla de los Bastardos. Está intentando evacuar su hogar y reunir a sus hombres después de que Sansa le hubiera prometido proporcionarle carros y suministros. Sin embargo, luego aparece como un niño zombi clavado a un muro con una insignia hecha de brazos cortados, el símbolo usado por los Caminantes Blancos. Sabemos que llegó a casa, pero lo mataron en su castillo antes de que pudiera emprender el camino de vuelta a Invernalia, lo cual hace que nos preguntemos si la serie está preparada para adentrarse (de nuevo) en el reino oscuro de lo imperdonable. George R. R. Martin nunca ha tenido reparos en mostrar una visión de lo más pesimista dela existencia humana. Y si algo nos dice esa escena es que Juego de tronos puede acabar de un modo para el que seguramente no estamos preparados.

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