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Fast Food Week

Estos son los mejores pasteles de yuca de Bogotá

Sí señores, acá se los tenemos. Bien pueda siga al restaurante "Lonchería el Jordán".

Comer cuando uno está ebrio, ese viejo vicio de borrachos y gorditos (de gorditos borrachos), no solo es delicioso, sino natural. Tanto, como lo es para un bebé el hecho de caminar después de un periodo necesario de gateo constante. Quien no lo haga (ese bebé que pasa derecho: que está sentado y arranca de golpe a caminar) necesita ayuda médica: una terapia, un paso a paso, un doctor que lo asesore, que le indique que sí, que hay que pasarse por la garganta unos bocados entre trago y trago.

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Insisto: comer cuando uno está borracho es natural. Saludable, si se quiere. El paso de las horas, que los nutricionistas le hacen contar a uno con la disciplina de un régimen, vuelven mandatorio el acto: cada tanto, por el gasto energético, hay que meterle algo al cuerpo para acelerar su metabolismo. Pero, además, es civilizado: el trago está diseñado para ser acompañado de comida. Al revés, en un mundo mejor: para sumarle algo a lo que uno se come.

En Bogotá hay algunos lugares para ello. No dentro de los clubes, pero sí al menos alrededor. Este sitio del que vengo a hablarles al detalle, por ejemplo, lo descubrí como todo el mundo: borracho, saliendo en ayunas de Asilo —una discoteca bogotana—, oyéndole decir a alguien "vamos a comer caldo parao al otro lado de la Caracas". Se refería a un magnífico caldo de costilla de res, papas pastusas, cebolla y cilantro. Dicen que es bueno para aliviar la borrachera; algunos lo catalogan útil para hacer más llevable el peso inmenso del guayabo.

A pesar de la popularidad de esa sopa, mi corazón se quedó para siempre con el pastel de yuca que pedí de entrada ese lejano día. Y, a fuerza de comerlo tanto, creo que el pastel resultará quedándose con mi corazón y mi salud: es impecable. Sin embargo, cuando lo probé por primera vez, creí que el platillo estaba revestido por el barniz indulgente de la borrachera, que me hizo decir al otro día "me lo comí en un chuzo, pero me supo a gloria", como solemos decir los colombianos cuando comemos en un establecimiento que está abierto a las cuatro de la mañana. Y lo decimos porque desconfiamos. Y desconfiamos porque no hay suficientes viandas de calidad.

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Es por eso: nosotros no tenemos cómo acompañar las bebidas ni tampoco fuimos criados para ello. Se me hace raro, sobre todo, porque siendo nosotros herederos del legado forzoso de los españoles (toma tu sánduche de pan suave con jamón serrano y una botella de vino rosado) es extraño que en Colombia se omita el acto de comer a la hora de beber. Es más absurdo aún cuando uno revisa las cantidades navegables de trago que se toman acá cada fin de semana: sumados los litros de aguardiente entre mayo de 2014 y mayo de 2015, nos bebimos los colombianos 55 millones. Solo de aguardiente.

Y, sin embargo, nos dice Antonio Caballero, "los colombianos no bebemos ni antes ni después de las comidas, ni para acompañarlas, como hacen otros pueblos: sino en lugar de las comidas". Con su paciente descripción de las cosas, cuenta Andrés Felipe Solano, en Corea: apuntes desde la cuerda floja, que en la lejana Seúl, corazón de Corea del Sur: "beber sin comer es un acto barbárico". E insiste mi colega Cristian Cope, de Thump Colombia, en que tiene un sueño: "que los clubes, a lo ancho y largo de Colombia, sean salas llenas de Funktion One, chorizo y chicharrón".

A Dios gracias, algunos lugares oyen nuestros clamores.

Todas las fotos por Mateo Rueda I VICE Colombia.

Todas las fotos por Mateo Rueda I VICE Colombia.

Luego de esa borrachera en la que me atraganté dos pasteles seguidos, vino el análisis. El viaje sobrio hacia la Avenida Caracas con calle 41, costado sur-norte, donde queda, esquinero, el restaurante "Lonchería el Jordán" o "caldo parao", como algunos me dicen que se llama. Ustedes lo han visto: una cocina pequeña, estufa de cuatro fogones, grandes ollas, vitrinas abarrotadas con chorizos, empanadas, huevos cocinados, pasteles y buñuelos.

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Discreto, puede ser, tal vez demasiado: el local da la apariencia de que no es nada. De que uno debería confiar en él solo cuando está ebrio. Consta de cuatro bancas resquebrajadas sobre el andén que dan a una barra y, al lado, una puerta que conduce a un garaje construido a cielo abierto. En él se parquean motos entre semana; los viernes y sábados se disponen allí dos mesas grandes de plástico para parquear borrachos que piden caldo de costilla, bandejas de huevos revueltos con arroz y carne o pasteles de yuca con ají. Uno come casi a oscuras, viendo llegar filas de policías, que siempre van mal con la borrachera.

Todas las fotos por Mateo Rueda I VICE Colombia.

Martha Medina, cocinera del primer turno, me mira con curiosidad un lunes a las siete y media de la tarde, cuando me decidí a indagar cómo se hacían. Las manos envueltas en guantes de plástico transparente cogen de forma mecánica —aunque con una elegancia cuidadosa— una mezcla de arroz blanco, carne desmechada, pedazos diminutos de papa, huevo cocinado y carne molida. Yo la miro desde una ventanita que hay en un espacio que no es el parqueadero, que sigue siendo el local, en donde reposan dos mesas, mucho más pequeñas que las que disponen afuera los viernes y sábados.

— La patrona fue la que me enseñó a hacerlos— me dice mirándome, haciendo toda la operación culinaria sin ponerle los ojos encima: la maestría de la costumbre.

Todas las fotos por Mateo Rueda I VICE Colombia.

Todas las fotos por Mateo Rueda I VICE Colombia.

Todas las fotos por Mateo Rueda I VICE Colombia.

Todas las fotos por Mateo Rueda I VICE Colombia.

Martha ha estado trabajando en el local de forma intermitente: unos años sí, otros no. Dice que siempre vuelve a hacerle los pasteles a la patrona, dice que hace al menos unos 100 en su turno. Dice así: "cien". A la barra de afuera siguen llegando los comensales: "vecino, un pastel. Vecino, dos para llevar. Vecino, deme otro".

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Carlos Medina, el administrador que hace el mismo turno de Martha, los saca de la olla freidora, aceite hirviendo puro, para dárselos frescos a los clientes que, desde hace 26 años, los reciben en bandejas pequeñas de plástico sobre una servilleta blanca.

— Son los mejores pasteles de Bogotá — atina a decirme ella.

Pido uno. Lo parto en dos para que Mateo Rueda saque la foto de este artículo. La coraza del pastel, hecho de yuca cocinada y luego molida, me hace el amague de que no se va a dejar cortar por lo crujiente que queda, pero cede finalmente. Ahí se ve la magia: el relleno desbordado con una yema de huevo seca en la mitad, azulada por los bordes.

Martha me mira. Empieza de nuevo: extrae la masa de yuca de un cuenco y la pone en una hoja de plástico para aplastarla con un rodillo y que quede sin grosor. Saca el relleno con la mano: se asegura de que el arroz vaya con carne desmechada y pedacitos de papa. A su lado, al lado del cuenco, está cocinándose a fuego lento, secándose de sus propios jugos, ebullendo, una olla entera de carne molida. Le mete un trozo a la mezcla. Se asegura de que "un cuarto de huevo" vaya en el centro. Es el embrión de un pastel, una bola ovoide de relleno que va a parar encima de la masa amarilla, uniforme.

Atención, entonces: la hoja de plástico se cierra, para que la masa de yuca quede quede alrededor del relleno. Con la boca de un pocillo blanco le quita lo que le sobra. Y ya: a la olla freidora, seis minutos de cocción.

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Es el mejor pastel de yuca que me he comido en Bogotá. Mateo me dice lo mismo.


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— ¿Y el ají? — le pregunto a Carlos, pretendiendo que es fundamental, el aderezo que le combina por obviedad, el contenido externo que no le debe faltar.

— El ají son pedacitos de clara de huevo cocinado, cebolla, cilantro y pasta de ají — me responde, como si se tratara de nada, una viscosidad.

El ají es color naranja, espeso por el huevo que lleva a trozos delgados, picante a un nivel tolerable para quien nunca lo come.

— ¿La carne? — le pregunto a él.

— Es un corte que viene directo del matadero. La hacemos a fuego lento —me responde.

— ¿El arroz? — le pregunto a ella.

Se desentiende. Veo al fondo que es Flor del Huila. La carne, me comenta Mateo al otro día, es de Carnes Braiman.

Son respuestas secantes. Me advierten que tienen que trabajar. Que hay una cámara interna en la cocina que los vigila. Me la muestran: la cámara los mira. Nunca me ha quedado tan claro como hoy el concepto industrial, capitalista, de "hacer empanadas".

La masa expandida en el plástico, el relleno en la mano amasado con suavidad: carne desmechada, molida y un cuarto de huevo en la mitad. El relleno en la masa, hacer el envoltorio con cuidado, ponerle un pocillo encima que le corte las sobras. Y a la freidora con aceite hirviendo. Luego, otro. Luego, otro. "Vecino, un pastel. Vecino, dos para llevar. Vecino, deme otro". Cien en un turno de 12 horas. A $1.500 cada uno. Para llevar o "para comer acá".

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Es una mezcla de productos frescos y matemática endemoniada. Uno tras otro, sin parar: a la olla, a la vitrina, a la boca del cliente. Que no sobren para que estén frescos. Que no falten para evitar las quejas. "Les llevamos la comida lo más rápido posible. Cuando están comiendo no están peleando", dijo una mesera, del mismo local, para un artículo que Joe Parkin Daniels escribió en Munchies.

Debe tener razón el presentador culinario estadounidense Anthony Bourdain cuando, en esa evaluación que hace de los mejores platos caseros que se ha comido en Nápoles, en Tokio, en Medellín, atina a decir que la sencillez en la cocina siempre gana.

Un pastel de yuca como los seres humanos debemos cocinarlo. Como el universo mandó a comerlo.

Todas las fotos por Mateo Rueda I VICE Colombia.

Al día, para tener este producto, se compran 6 kilos de carne y papa.