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La semana de la literatura 2014

El rey de la frontera salvaje

Un cuento de golfistas y mafiosos.

Fotos por Martin Parr

La cosa que hace diferente la vida en el Ausonia Country Club, donde mi mejor amigo, Johnny Buschi, y yo trabajábamos de caddies cada verano mientras estudiábamos, era su cercanía al Cruce de Outerbridge, a solo diez minutos en Buick después de cruzar la orilla de Jersey. Por eso,era el lugar perfecto para que los habitantes de Staten Island se juntaran a jugar al golf y a disfrutar de su compañía los fines de semana sin ser molestados. Debo decir, de la forma menos enfática posible, que estos hombres también eran miembros de otra organización. Eran mafiosos. Literalmente. Aunque rara vez hablaban de esto en el club, no era ningún secreto para los demás miembros, en su mayoría de familias italoamericanas, como mi padre, que era dueño de un pequeño negocio legal cerca de Middlesex y el Condado Union.

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Aunque el grupo de Staten Island estaba conformado por poco más de un tercio de los miembros del club, su influencia era mucho mayor en proporción, no solo porque sabíamos o creíamos saber lo que hacían entre semana, sino también por la manera discreta en la que se movían, esa tendencia a no alterarse fácilmente que bien podría pasar, sin mucho problema, por dignidad. Simplemente estaban ahí para jugar golf. Mientras lo hacían, podían ir a comer algo a la casa de ladrillos blancos del club, estilo cincuentero o, el domingo, ver los partidos de la NFL en la televisión de la zona alfombrada del vestidor de hombres después de darse un baño y afeitarse. En mesas de póker separadas, los dos bandos parecían muy similares con sus pantalones blancos y con un trago en la mano, entre una nube blanca de talco y loción para afeitar. A veces, los mafiosos también traían a sus familias, que eran muy parecidas a las nuestras. Sus hijos y sus esposas nadaban en la piscina mientras los hombres jugaban golf, para después unirse en una elegante cena en el comedor, de nuevo separados de nosotros. En todo lo que hacían, pasaban entre nosotros como concentrados peces abisales.

Pero a pesar de la separación, había una zona en la que las relaciones entre los dos grupos de hombres eran más que cordiales, en la que se comportaban, incluso, como amigos, y eso era el campo de golf. Rutinariamente, los cuartetos se mezclaban, quizá porque jugar a la hora deseada era lo que decidía con quién jugabas. Pero ahí también había una estricta prohibición: no se hablaba de negocios, legales o no. Las conversaciones eran como en cualquier cuarteto de hombres. Pasaban libremente, para deleite de los caddies, de deportes a mujeres y carne o colas de langosta, o cómo los yuppies en Washington nos habían metido en otra guerra, y especialmente, la deplorable condición del green. En otras palabras, siempre había algo para presumir o para quejarse sin caer en los temas prohibidos. El único que de hecho lo hizo, fue un amigo de mi padre, Bobby Altieri, el dueño de una licorería en Manhattan y uno de los negocios legales. Fue la vez que rompió la gran regla del club de lo que quiero hablar.

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Bobby Altieri era golfista: cuatro sobre par era para él un mal día. Por esa razón a mi padre le gustaba jugar golf con él más que con nadie, excepto con su mejor amigo, Carmen Desirio. Carmen era rico de familia, una rareza en el club. Más raro era el hecho de que hubiera crecido con ese dinero, al ser hijo del mayor constructor de escuelas e iglesias en el estado. Cuando el modesto negocio de galvanoplastia de mi padre empezó a crecer, Carmen tomó a mi padre bajo su protección para enseñarle a vivir con un mayor tren de vida. Lo que mi padre necesitaba era ayuda: por llegar del gueto de inmigrantes de Newark, tenía antecedentes que por lo general significan que los placeres no te llegan así como así. Le gustaban los desafíos y no disfrutaba jugando con personas que no fueran mejores que él; y Bobby Altieri, en partidos largos y cortos, era superior a cualquiera. Mi padre lo miraba con la misma concentración que usó en el ejército para aprender a ser ingeniero. Estudiaba la manera en la que Bobby se colocaba frente al tee, con una pose suelta y larga sobre la pelota, con un aire particular de una melancolía sensata y un cigarro agarrado firmemente entre sus dientes todo el tiempo, para tener que apretar los ojos a través del humo y mantener la pelota híper enfocada. Luego le pegaba. Lo llamaban DiMaggio por algo.

Todos admiraban la forma de jugar de Bobby, incluso los de Staten Island. Un día nada menos que Vincent (nunca Vinny) Nola, que ocupaba el lugar más alto entre los mafiosos, cruzó el vestíbulo con su criado para felicitar a Bobby por hacer dos bajo par. Los espectadores de ambos lados se quedaron callados. Cuando se dieron la mano, Nola notó el brazalete de oro en la otra muñeca, y le dijo que él tenía uno como ése pero que lo había regalado, y no recordaba a quién. Bobby le dijo que sí, que se lo había regalado una chica que trabajaba para él, y deberías haber visto lo que él le dio. Vincent se rió (de hecho fue una risita) y dijo que buscaría a Bobby para jugar al sábado siguiente. ¿A qué hora sales?

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Fue un intercambio de pocas palabras, pero fue un evento memorable. Buschi no tardó en hacer un verso para la canción que estaba componiendo, para la tonada de “Davy Crockett”, catalogando las aventuras de Bobby Altieri. Así que tiene sentido que me haya enterado por Buschi de los problemas que estaba teniendo Bobby Altieri con su licorería. Y estos habían empezado a afectar su forma de jugar. La pausa pensativa que hacía antes de golpear la bola había desaparecido, y la tristeza y la melancolía, si acaso eso era, fue reemplazada por una notoria ansiedad. Mientras las cosas empeoraban comenzó a hacer comentarios entre sus golpes, hablando de sus problemas medio en broma, primero con sus amigos, pero después también con los mafiosos, con quien había hecho cuarteto más y más seguido desde el mítico acercamiento de Nola. No sé, decía, tengo este problema, este terrible problema que no se cómo arreglar. O más específicamente: tengo este socio, tal vez os deba contar algo sobre él, tal vez puedan ayudarme un poco… Lo único más alarmante que Bobby cruzando la línea fue el silencio con el que fueron recibidas sus palabras.

***

Pronto los comentarios se hicieron más y más frecuentes, y abandonaron el tono de broma, no solo en el campo de golf sino también en el Hoyo 19, donde pocas veces lo habían visto antes. Se decía en el club que había jugado al baloncesto para Selton Hall de más joven, pero que lo habían expulsado por beber durante su primer año. Desde entonces era conocido por no beber casi nunca, a pesar de que su negocio fuera vender alcohol. Por lo que sé, no sabía mucho de vinos. Un día —supongo que porque escuchó en algún sitio que yo quería conocer un mundo más allá del que vivíamos, limitado por un lado por Parkway y por el otro por Turnpike— me contó una historia de mi padre y sus amigos. Me contó que una vez, de regalo, trajo una botella de vino muy bueno de su tienda de Nueva York a su noche de póker de viernes —solo para enseñarle a los muchachos qué era qué— dijo, aunque él no fuera más que a probarlo. Gran error. ¿Quién cortó los melocotones?, me preguntó. ¿Quién le puso el ginger ale? ¿Quién hizo eso con el agua mineral? (Puso su gran mano al revés). Nunca más, concluyó. Creo que esa fue la única vez que Bobby Altieri habló conmigo, excepto para pedirme un palon en el campo de golf, e incluso ahí prefería un caddie que supiera algo del deporte: Julius Hankey, un afroamericano, el único adulto entre nosotros, quien además vivía en una covacha del club durante el verano y nos enseñó cómo cargar los palos. En cualquier caso, Bobby no era un alcohólico, pero aquí estaba, empezando de nuevo. Y cuanto más bebía, más decía cosas que no debería decir.

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Al menos en el bar sus amigos podían controlarlo, o pelarse y evitar que se metiera en problemas. Carmen, como líder no reconocido, trató de hablar con él en el estacionamiento. Así que tienes problemas, ¿quién no tiene problemas? Empezó Carmen. Tú no, le dijo Bobby. Los que tengo, dijo Carmen, los hablo con mis amigos, no con la gente con la que no debería. Bobby miró alrededor y se dirigió a mi padre y a los otros, que para entonces formaban un medio círculo a su alrededor. ¿Qué es esto?, dijo. ¿Ahora tenemos que preguntarle a Carmen con quién podemos hablar? Cuando vio que esto no fue aplaudido intentó de nuevo: Además, ¿quién le dijo algo a alguien? Yo vengo a jugar golf y a divertirme. Eso es exactamente lo que debes hacer, le dijo Carmen. Exactamente lo que deberías estar haciendo. Bien, dijo Bobby. Bien, dijo Carmen. ¿Quién te preguntó?, le dijo Bobby. Con eso terminó su conversación, que no había llegado a ningún lado.

Había una historia sobre Carmen Desirio, de la primera vez que su padre lo dejó supervisar la construcción de un edificio, una pequeña bodega anexa a una fábrica que producía aluminio en Avenel. El día del vaciado, que supuestamente debía de ser de ocho pies y medio de profundidad, Carmen llegó temprano a decirle a los trabajadores que hicieran esto, que movieran aquello, que alistaran lo demás, como había visto a su padre hacerlo toda su vida. Luego, justo después del amanecer, le dio a los hombres la señal para que vaciaran el cemento, hasta que llenó el hoyo, que era de quince por veinte pies en la superficie. Para mediodía los cimientos estaban casi firmes; para las cinco estaba tan ajustados y duros como un hielo en una bandeja. Fue cuando el papá de Carmen llegó en su gran Lincoln.

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Salió. El pequeño Carmen lo saludó con confianza. El señor no dijo mucho, hizo unas preguntas. ¿Estuvo bien esto, estuvo bien aquello? Sí, sí. ¿Qué hay de los cimientos? ¿Estabas aquí cuando hicieron el vaciado? ¿Que si estuve aquí?, llegué dos horas antes. ¿Mediste el hoyo?, preguntó el señor Carmen. El pequeño Carmen le contestó, medía ocho pies y medio; yo estaba ahí. No es lo que pregunté, dijo el señor Carmen. ¿Bajaste a medirlo tú mismo?

Según esto, el señor regresó a su coche y sacó una silla plegable de dos dólares, la abrió y se sentó. Se sentó ahí mientras el pequeño Carmen hizo que los hombres levantaran y quitaran los cimientos de cemento, por piezas, usando dos grúas que tuvieron que traer de otras construcciones. Pasaron de medianoche. El viejo apenas se movió. Cuando quitaron las piezas del lugar, su hijo lo ayudó a bajar al hoyo, donde sacó una cinta métrica retráctil del tamaño de tu mano, como la que usan los sastres.

Cuando lo midió se dio cuenta de que eran ocho pies y medio. Bien, dijo. Y se subió al coche y se fue. Nunca supe si pudieron volver a poner las piezas o si tuvieron que volverlas a vaciar desde cero. Mi padre me enseñó el edificio años después, cuando regresaba a mi departamento en Nueva York después de haber ido a cenar con él y con mi madre.

El punto es que Carmen sabía con qué podías salirte con la tuya y con qué no, y sabía que cuando alguien marcaba una línea tenías que respetarla, según quién fuera ese alguien. Carmen sabía mucho sobre cómo pasarlo bien, pero también sabía dónde se encontraban las vigas de acero que reforzaban el tejido de las cosas, y era ese conocimiento el que estaba intentando impartir a Bobby, si es que Bobby hubiera querido escuchar. Su respuesta fue No. La conversación en el estacionamiento para advertirle no llegó a ningún lado. Como Bobby lo veía —esto me lo dijo mi padre y puse atención, porque sabía que mi padre los quería a los dos y se preocupaba por ellos— Carmen era solo un tipo que nació con una cuchara de plata en el culo y nunca había tenido la clase de problemas que él, Bobby, estaba teniendo: el problema era su socio, Sandy, en Nueva York, el problema que estaba aplastando a Bobby y haciéndolo actuar como lo hizo. Le pregunté a mi padre cuál era el problema exactamente. Y, supongo que solo porque creyó que era momento de que yo aprendiera qué era qué, me lo dijo.

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Recuerdo el lugar en el que estábamos cuando hablamos de eso: en un café entre una lavandería y un cine, frente a la esquina de la Biblioteca Newark. Pasábamos el día juntos en la biblioteca, lo que en sí era increíble, porque hasta donde sé fue la única vez que mi padre fue a la biblioteca, la única vez que pasó por sus grandes puertas de madera. La razón por la que vino tenía que ver con el hecho de haber descubierto una nueva técnica para chapar aluminio. El aluminio en realidad no puede ser chapado; lo que hacía era algo conocido como soldadura profunda, que era complicado y caro. Mi padre pasó meses “jugando” con eso, como él decía, por las noches en nuestro garaje, buscando la manera de hacerlo más fácil y barato. Cuando lo logró, funcionó tan bien que un par de ingenieros de grandes marcas con los que trabajaba, como Raytheon y Bell Labs, le dijeron que tenía algo grande ahí y que debía patentarlo. Cuando dijo que no sabía nada de patentes, le dijeron que fuera a la biblioteca, donde tenían los ejemplares de la Oficina de Patentes de Estados Unidos, y que revisara si alguien había inventado algo similar. Me trajo, tal vez porque sabía de algún modo que yo conocía la biblioteca mejor que la muchas de las personas que trabajaban ahí, o tal vez para tener compañía en donde creía que iba a ser un ambiente alienígena. Cualquier razón habría estado bien para mí. Justo ahora estábamos tomando un descanso, comiendo sándwiches de salchicha y albóndigas en una cafetería al otro lado de la calle, y él se sentía bien, recordando cómo fue crecer en la ciudad y los días en los que el teatro de al lado había sido una sala de conciertos donde una vez vio a Harry James. Sabía que estaba de humor para que le preguntaran cualquier cosa. Los hechos que me dijo fueron los siguientes:

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Bobby Altieri tenía un socio cuyo nombre era Sandy Grusskopf. Fue Sandy quien, a cambio de la mitad, le permitió a Bobby comprar la licorería a un buen precio, lo que debió hacerle sospechar a Bobby que había algo mal. Estaba a unas manzanas de Herald Square y le iba bien en el momento que compró, así que Bobby, en su entusiasmo, vendió su viejo local, que estaba cerca de Columbus Circle, y expandió el nuevo inmediatamente. Pero eso era antes de saber en qué se estaba metiendo, y que su compañero tenía el hábito de apostar y siempre necesitaba dinero. Cada vez más, lo que lograra hacer la tienda, se iba por la ventana. Su compañero estaba arruinando el negocio. Bobby iba a perder la tienda y su casa en Iselin, en la que se basó para hacer la expansión. Ahora tenía que sacar a su hijo de la universidad; tenía que vender uno de sus coches; ahora incluso se decía que no podía cubrir su cuota mensual en el club… el socio de Bobby lo estaba matando. No tenía a dónde ir.

***

Una mañana de agosto Bobby Altieri llegó a abrir su tienda, en Nueva York y encontró las ventanas rotas, la puerta colgando de sus bisagras, y cajas y estantes de vinos y licores rotos en el suelo. Su socio, Sandy, estaba ahí para explicarle, sentado en el único mueble que no estaba roto, una silla de la oficina trasera, y tan triste como a Bobby le hubiera gustado. Sandy dijo que todo eso era solamente un mensaje para él de su corredor de apuestas, y que no era más que un malentendido. El día anterior, su equipo había tenido una muy buena jornada en Saratoga y estaba seguro que esa era una buena señal, que su racha perdedora por fin había terminado. Mientras tanto, tenía que pedirle dinero prestado a Bobby. Bobby le dijo que no tenía nada. Sandy dijo que lo entendía perfectamente; lo dijo como si Bobby acabara de pedir perdón por no poder ayudarlo. Sandy tenía una amplia tolerancia para la catástrofe. Seguía diciendo que las reparaciones de la tienda no llevarían más de unos días. Y tal vez luego podrían reabrir con una gran “Oferta de renovación”, siempre buena para hacer algo de dinero—que podía usar, agregó, para sacar ventaja de que su suerte acabara de cambiar para bien—. Bobby ya se había tranquilizado para entonces, al menos en apariencia. Le dijo a Sandy que debería tomarse un café; podía oler el whiskey en su aliento. Sandy sonrió obedientemente y dijo que era una buena idea.

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Bobby fue después al banco y habló con la encargada de préstamos, una mujer con la que era amigable desde que se involucró en la compra original del negocio. Le preguntó cuánto dinero iban a necesitar para reabrir después del ataque de vandalismo de la noche anterior. Lo recibió con un firme rechazo. El banco no estaba dispuesto a extender el crédito de un negocio que no se podía mantener. Le dolía tener que decirle eso. Le agradaba Bobby, como a la mayoría de la gente, especialmente a la mayoría de las mujeres —y probablemente tenía una corazonada, aunque no lo dijo— de que Bobby en sí no era la raíz del problema.

El día siguiente fue domingo. Bobby se había anotado para jugar a las siete en punto, pero lo dejó pasar y jugó a las 9:30 con Vincent Nola y dos más, socios de Nola. Bobby jugó unos hoyos sin decir nada, tratando de concentrarse lo suficiente, pero luego, en el que consideró ser el momento adecuado, les dijo algo como, “Probablemente sepáis que destrozaron mi tienda”, o “Supongo que escuchasteis lo que le pasó a mi tienda”. Al principio, como siempre, nadie le contestó nada. Bobby presionó un poco más. Ya os lo había contado, dijo, tengo un socio, este polaco hijo de puta va a arruinar mi vida si no hago algo al respecto… Esta vez uno de ellos le contestó, un pelirrojo llamado Nick algo, su voz era silenciosa pero con un tono de alerta que la hacía sonar un tanto cansada: Qué dices si solo jugamos golf, le dijo Nick algo. Y eso fue justo lo que intentó hacer Bobby de nuevo, aunque solo lo logró durante unos minutos. Porque en ese punto sus sentimientos lo superaron y no pudo evitar decir, No, todo lo que digo, o me mata o lo mato, una o la otra… En ese punto el mismo Nola se detuvo rumbo a la autopista con un palo en la mano y se volvió hacía Bobby. Nola es de esos tipos que no necesitan usar palabras, y Bobby sabía solo por la manera en que Nola lo miraba que había sido escuchado. Ni Sí, ni No, ni nada más, solo que Vincent Nola lo había escuchado, y eso era todo. Esto nos lo dijo Dick LaFave, que fue caddie en ese partido. Y Bobby pareció recibir el mensaje, dijo LaFave, porque jugó el resto de los 18 hoyos sin decir nada. Pero el domingo, al día siguiente, Bobby tampoco se pudo contener y de hecho fue a buscar al pelirrojo Nick, quien trató de decirle que ya había sido suficiente. Tuvo cuidado de hablar con él cuando no estuviera Nola y dijo, antes de que Nick pudiera detenerlo, Lo sé, entendí, pero no estoy mintiendo. Necesito un poco de ayuda. Esta vez Nick no dijo nada y, dándole la espalda un poco rápido, y se fue como si las ondas sonoras que llevaban el mensaje de Bobby no lo hubieran alcanzado.

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***

Una mañana poco tiempo después, Bobby Altieri salió de la puerta de su casa en Iselin —color pastel de dos pisos, como la mayoría de las nuestras, con un jardín del tamaño de un sello—. Tenía sus llaves en la mano. Iba hacia su coche para conducir a la estación y tomar el tren a la ciudad. Prefería ir al trabajo en tren en lugar de conducir porque podía leer la sección de deportes de camino, no tenía que molestarse en encontrar aparcamiento y podía dormirse de regreso. Faltaban unos minutos para las ocho, y todavía no hacía calor. Aún no llegaba al garaje cuando pasó un coche que creyó reconocer. Era un Buick Rivera verde limón, último modelo, limpio y brillante en su mayor parte pero que necesitaba un lavado: las puertas y los guardabarros traseros estaban llenos de lodo, como si hubieran conducido por el campo. Disminuyó la velocidad para detenerse en la casa. Vincent Nola bajó la ventana del asiento del pasajero. Traía puesto un traje, algo que Bobby no había visto antes, ya que solo se veían los fines de semana y era un jueves: dos semanas después de que atracaran la tienda de Bobby. Nola le hizo una seña. Ven para acá. Bobby fue. Una mirada de Nola lo dirigió a mirar al asiento trasero.

Había un cuerpo ahí, el cuerpo de un hombre muerto, un bulto boca abajo. Bobby apenas vio lo que era cuando el coche arrancó, dejándolo solo en la banqueta.

Mientras estaba ahí parado se le revolvió el estómago de repente. Se sentía húmedo y loco de miedo. No creía que un momento pudiera seguir al anterior, en el estado que estaba; todo tenía que explotar de alguna manera. Hizo que mataran a un hombre, y creyó que su vida había terminado por eso, que ya no podía estar de pie o respirar o pensar, y seguía diciendo, Oh Dios, pero no estaba llamando a Dios, pero se escuchaba diciéndolo o gritándolo y trataba de hacer que el sonido regresara porque no quería que nadie saliera, lo viera y preguntara qué había pasado, por qué estaba gritando. La ingle le dolía como si quisiera cagar u orinar, pero estaba de pie y fuera, fuera de su propia casa, que se veía como siempre, pero tenía el sentimiento de estar en un mundo separado por completo y que no habría camino de regreso, a su casa, a su vida, se haría pedazos y se derrumbaría si tuviera que ver a alguien y tratar de ser quien era a pesar de lo que había pasado y lo que había hecho. Estaba demasiado asustado para pensar qué hacer, y las llaves en su mano le parecían pesadas, y las veía mecerse y tintinear y se estaba sujetando de ellas, pero parecía como si la mano de alguien más las estuviera agarrando, estaba tan fuera de sí y fuera de su mente.

Después escuchó el sonido del coche regresando. Había dado la vuelta a la manzana y se había detenido como la vez anterior. Bobby miró mientras, esta vez, Vincent Nola salía del coche, como no lo había hecho la primera vez, y dio unos pasos hacia Bobby, ya que Bobby estaba débil y temblaba demasiado para ir hacia él.

Relájate, le dijo Vincent Nola. Relájate, ése no es tu socio. Bobby no reaccionó, así que lo dijo de nuevo.

Ése no es tu socio. Solo queríamos hacerte saber cómo es.

***

Bobby abrió la boca, pero no salió ningún sonido, que estuvo bien porque no habría sabido qué decir de cualquier manera. Dio un vistazo al coche y pudo ver un bulto negro en donde estaba el cuerpo. Todavía había un cadáver ahí, pero no era el de su socio. Nola se lo acababa de decir.

Nola lo veía y podía leer los pensamientos que pasaban por su mente. Parecía saber exactamente qué pensamientos eran.

Okey, dijo Nola, poniendo fin a una pausa muy larga. Escúchame: Está bien. Ahora cállate y juega golf Lo dijo como si de eso se tratara todo, el propósito de lo que había hecho y lo que significaba. Luego se subió a su coche y se fue.