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Testimonios

Oda a los (casi extintos) carritos de camotes que sonorizan y alimentan a la CDMX

Es por ellos que esta vocación de humos y estruendos ha sobrevivido para contarle al mundo lo bellos que son los postres callejeros.

Artículo publicado por VICE México.

Si anda cerca, no hay forma de que no lo escuches. El sonido del carrito se oye aunque haya varias calles de por medio. Pita. Taladra. Se extiende. A veces hasta hiere los tímpanos. Pero uno siempre sabe que viene acompañado de un fin que justifica el medio: una ración de camote cocido, bañado en leche condensada y con canela espolvoreada encima.

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Se trata de un oficio casi extinto. Si no fuera por un pueblo del Estado de México, llamado San Lorenzo Malacota, el silbido que se ha vuelto una de las estampas acústicas más representativas de la CDMX y sus alrededores, quizá ya sólo sería una buena leyenda que contar. Y con ella también se hubiera perdido uno de los postres con más tradición entre las antiguas generaciones de capitalinos.

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Y todos saben de qué se trata apenas lo oyen: “Ahí viene el de los camotes”. Pero la mayoría asume su ruidoso anuncio de llegada como parte tan previsible del caos de la ciudad, que generalmente lo evitan: se cambian de acera, se tapan los oídos, detienen sus conversaciones por celular.

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Hay unos pocos, sin embargo, que a pesar del pitido hiriente aún se asoman desde donde estén para pedirle al hombre que lleva el carrito que se detenga, que les venda un pedacito del tubérculo amarillento que resguarda en su depósito ardiente. Es por ellos que esta vocación de humos y estruendos ha sobrevivido para contarle al mundo lo bonitos que aún son los postres callejeros.

El arte del camote

Guadalupe Eligio es uno de los dos surtidores oficiales de camotes en la Ciudad de México. Hace cinco años que recorre cinco veces por semana las calles principales de la centro de la ciudad. Dice que ya no le molesta el sonido; que luego de un padre y un abuelo que se dedicaban a lo mismo desde que él era niño, le parece lo más normal del mundo. También nació en San Lorenzo Malacota. Allá todos se dedican al camote.


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Dice que la suya es una labor cansada, pero parsimoniosa. Todos los procesos que conlleva son lentos, casi siempre a mano: todo es artesanal. Él construyó su carrito. Él cocina su producto. Él lo pasea por la zona. Él lo vende.

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“Un par de días me voy a las seis de la mañana a la Central de Abastos, para comprar los camotes y plátanos, que también vendo normalmente. Luego llego a mi casa, cuezo todo dentro de mi carrito entre una y dos horas. Hasta entonces me salgo a vender”, relata.

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Su repartición también es metódica. Guadalupe sale todos los días de su casa, ubicada cerca del metro Isabel la Católica, y llega hasta Chapultepec. Siempre caminando. Luego regresa al punto de origen. También caminando. Lo que siempre cambia es su ruta.


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“Yo quería ser abogado, pero me junté con mi pareja y tuvimos dos hijos. Por eso tuve que dejar mis estudios para ponerme a trabajar. La verdad me gusta mucho porque es como continuar la tradición de mi familia y de mi pueblo, y porque yo soy mi propio jefe. No gano los millones, pero nos alcanza para lo básico. Estoy contento”, dice Guadalupe, al iniciar su lenta marcha de hoy sobre la calle Colima.

“Uno con todo, por favor”

En contrasentido vehicular, el carrito de lámina avanza en total anonimato. Luego el chico gira una llave que está a la altura del depósito con camotes calientes, la máquina gime y todos voltean. Unos carros se paran aquí; un par de viejitos lo detiene más allá; una mujer sale de su tienda de ropa y le hace una seña más allá.

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“Todos los días cocino unas 50 unidades: 30 camotes y 20 plátanos o viceversa. Depende de cómo vea yo que se me están vendiendo en la semana. Pero eso sí, quien más me compra es la gente mayor, como que les da nostalgia. Unos de mis mejores clientes son los luchadores de la Arena México, que está a unas cuadras de aquí”, asegura.

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Mientras camina, Guadalupe está al tanto de que el fuego que calienta el depósito no muera. Cada tantos pasos mete a la hoguera trozos de madera de pino, que crepitan mientras se consumen y van dejando una estela de humo y tizne en el aire. Tampoco puede dejar de echarle agua a la máquina. Si no, no suena.

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“Muchos creen que el ruido que hace mi carrito es para liberar vapor y que no explote. Pero nada que ver. En realidad, el sonido es sólo para anunciarles a todos que ya llegué. Y sí que lo logro, ¿eh? Casi todos los días se acaba lo que traigo”, dice con una sonrisa que le cruza la cara de oreja a oreja.


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De pronto se estaciona frente a un supermercado y, de inmediato, un joven cruza corriendo la calle a su encuentro. Por lo que se lee en el mandil que trae puesto, es mesero de un famoso restaurante de mariscos que está ahí. “Un camote, por favor. Con todo”, pide.

Y en ese momento, Guadalupe comienza el ritual que repetirá todavía unas 40 veces este día. Abre el contenedor. Pincha con su cuchillo un camote. Lo pone sobre un plato de unicel. Lo destaza a lo largo y ancho en seis partes. Luego lo baña de leche condensada. “Un poquito más”, le pide el mesero. Luego rocía su obra maestra con polvo de canela. Cobra 25 pesos.

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“Es verdad que este oficio se está acabando. Cada vez hay menos personas que seguimos en él porque es un legado de nuestras familias. A mí me gusta tener clientes de años y también por eso sigo viniendo hasta acá. Pero para ser sincero, no creo dedicarme a vender camotes toda la vida. A ver hasta cuándo me dura el romanticismo”, dice.

Luego otro cliente lo llama al final de la cuadra y el carrito se enfila hacia allá. Guadalupe gira la llave y el silbato lo vuelve a inundar todo, como si le dijera a la colonia: “ya llegué, ¿qué le sirvo?”

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