Bienvenidos a una de nuestras colecciones más tragonas: Recorrido glotón, donde intentamos descubrir a qué saben las colonias y barrios de México.Se cuenta que lo más pesado de la conquista sucedió en la Lagunilla, frontera ancestral entre Tenochtitlán y Tlatelolco. De ahí que la calle de Honduras se haya llamado de la Carnicería y más tarde de la Amargura. Con el propósito de revisar la dimensión gastronómica de este histórico barrio de mueblerías, vestidos para quinceañeras, antigüedades y micheladas domingueras, se comparten enseguida algunas sugerencias –sólo seis porque si no nunca acabamos– para comer como Tezcatlipoca manda y sin gastarse un potosí.
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Café Allende (Allende 69)
Acá lo rico es el pan dulce, de diecinueve tipos; los más apetecibles el panquecito, la tortuga y el polvorón, perfectos para desayunar con un atemporal café lechero. También hay chilaquiles, hotcakes, varios tipos de huevos y todo eso que espera uno encontrarse en un mexicano café de chinos, como los que caracterizaban a esta zona de centros nocturnos antes de las reformas urbanísticas de Uruchurtu –el chisme completo en la película Tívoli (Alberto Isaac, 1974)–. El Café Allende está abierto desde 1937, y se agradecen las pocas remodelaciones que ha vivido desde entonces. Da la impresión de funcionar las veinticuatro horas, pero cierran temprano, a las ocho de la noche. A unos metros hacia el norte, en la otra banqueta, vale la pena fijarse en el nicho colonial dedicado a San Isidro Labrador y en la interesante tienda de máscaras.
El Comedor (domicilio conocido)
Todo el mundo sabe que aquí se come delicioso, y con todo el mundo nos referimos a los afortunados que han sido admitidos en este departamento que funciona como fonda o restaurante y que en Cuba llamarían paladar, habiendo hecho una cita previamente al 5529 9366. Sirven una comida corrida diferente todos los días y, con el postre, un café con cardamomo que se ha vuelto famoso entre dichos afortunados (trabajadores de Relaciones Exteriores, alguna que otra celebridad de El Colegio Nacional, vecinos enterados). Solamente abren para la comida, entre semana, y en ocasiones lo cierran para eventos privados. Es un lugar lindo y pequeño, y atendido por sus propietarios, al interior de una vasta e inesperada vecindad.
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La Dominica (República de Chile esq. Belisario Domínguez)
Ni muy Lagunilla ni demasiado Centro. Se diría que en la frontera: en una casa que fue de los marqueses de Aguayo (responsables, se rumora, de que a un corte de carne le sigamos llamando aguayón), enfrente de un extremo del desaparecido monasterio dominico. Con andarinos y paseistas parroquianos, varios de ellos comerciantes de la zona, y agradables músicos de entrada por salida –destaca el acordeonista con gazné–. Barra de la segunda mitad del siglo XX y techo coquetón. Extrañamente, Jorge Legorreta no la incluye en su imprescindible Guía del pleno disfrute, como sí hace con la cercana La Esperanza, en Allende y Perú, cara a cara con la nada cara pulquería.Pero hablemos ya de la comida, que los uniformados meseros ofrecen a partir de dos cervezas o un trago: consomé o sopa de tortilla o de pasta; arroz, a veces a la hierbabuena, o espagueti simplón y calientito; después una pieza de pollo, o longaniza en salsa verde, o bistec en morita, o algún otro guiso del Altiplano, generalmente de puerco; quesadillas-de-queso que crecen con la salsa roja o las rodajitas de chile manzano; y por supuesto cacahuates y limones (con jugo); amén de los tacos de canasta, medianitos, en la ventana que da hacia República de Chile: sólo que esos se cobran aparte. ¿Hemos dicho ya que estamos hablando de una cantina? Curiosos: no abstenerse.
Local de flautas y tortas sin nombre (Allende 78)
– ¿Cómo se llama este lugar? – ¿Cuál, oiga? – Pues éste. – ¿Éste? – Sí, éste mero. – Híjole, déjeme ver. Creo que Margarita o Las Margaritas, o no, no se crea: fíjese que nunca ha tenido nombre. – ¡Cómo cree! – De veras. Y eso que ya va para los ochenta años. – Pues está muy bonito. – Muchas gracias. ¿Qué le preparamos? – Me gusta que todo sea azul, y también estos muebles de madera. ¡No los vayan a cambiar! – Gracias, güero. – Y qué padres estos saleritos, que son como burritos o unicornios. ¿Qué son? – ¿Qué le traigo, pues? –Ah, perdón. Pues unas flautas de barbacoa, de esas de treinta y cinco pesos, y una torta de milanesa de soya, por favor. – ¿Y de beber? – Sólo hay Pepsis, ¿verdad? – Sí, ¿le traigo una? – No, gracias. Mejor me cruzo aquí adelantito por un café de grano recién molido al Nuevo Huatusco. Ahorita regreso.
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Restaurante Salón Moravia (Allende 94)
Hay que checar este lugar de nombre checo, que por la pinta parece de puro pacheco, pero que se anuncia –un clásico de estas calles su barroca publicidad barrial– como "el mejor ambiente familiar del Centro Histórico". Cantina de pitiminí y sin embargo con promociones para tomarse en cuenta: dos por uno en vinos de lunes a miércoles por la tarde, ¡desayunos! a treinta y cinco pesos, etcétera. Fodongo, con facha de escondrijo, como para reunirse con las mujerucas de la calle Cuauhtemoctzin, si aún existieran (ellas y la calle). De todos modos, cuando existían, el Moravia se hallaba en Luis Moya. Lo valioso de este sitio es su menú de cuarenta y cinco pesos, o "gratis" con tres copas, el cual incluye a veces una rica pancita (si no es rica no es pancita) y aguja norteña o pescado a la plancha o pollo en pipián, por ejemplo. Además tienen quesocarne a la carta, y aceptan tarjeta. Transmiten el fútbol y el box, y hay rocola y wifi. Una vez acá, se propone huronear en el mercado de ropa y caminar por la misteriosa calle del Órgano para terminar en las inmediaciones de la Plaza Garibaldi, que también pertenece, y a la vez no, al barrio de la Lagunilla.
Zacapu (Callejón Vaquitas casi esq. República de Honduras)
En este local bien cuidado, como para aprovecharlo en Instagram, se piden tacos de maciza, o mejor de "achicalada", con poquita salsa –rojita, picosota– para sentir que uno visita Michoacán, de donde traen estas carnitas de-toda-la-vida a la Plaza Comonfort, junto a dos tortillerías viejunas (nuestra favorita: La Guía, de 1936), en las cuales compramos tortillas mini, de masa y no de Maseca, y les untamos manteca o ponemos cueritos. No hay que llegar después de las tres, ni contarle a nadie en la sinagoga o la mezquita. Para el mal del puerco, el espectacular deportivo Guelatao, enfrente.