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Aquí, a la vuelta

Cuando limpiarte el culo con papel higiénico puede ser un lujo

Luego de una pasar una semana en La Habana se volvió claro que era más fácil conseguir ron, cerveza, cigarros y comida, que papel de baño o servilletas desechables.

I

Lo primero que hizo al llegar a la residencia estudiantil fue pasar al baño. Desde que bajó del avión su estómago hacía ruidos extraños. Parecían gruñidos, pero no de hambre. Ese era el problema: algo de lo que había comido en el vuelo de México a La Habana le cayó mal. A lo mejor fue el queso del emparedado o el ajonjolí esparcido en las cubiertas de pan francés, o los cacahuates japoneses con sabor artificial de limón. O fue la combinación de todo esto. No lo sabía. Lo cierto es que en el aeropuerto ya no tuvo oportunidad de ir a descargar el intestino porque en cuanto fue identificado por su anfitriona, de inmediato lo trepó a una vieja camioneta y en 15 minutos estuvieron en el que sería su hogar por cuatro semanas.

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Memo entró al baño del vestíbulo, que desprendía un ligero aroma a orines, pero no era nada de qué preocuparse, al final de cuentas se trataba de un baño público en un lugar donde la humedad intensifica los aromas. Lo que sí llamó su atención fue el inodoro, que no tenía asiento. Qué más hubiera querido reposar su humanidad en uno de esos ergonómicos, acolchochonadito, que se amoldan a la forma de cada nalga, y experimentar, además de alivio, lo que es sentarse entre nubes, como dice un comercial. Pero no era momento de ponerse exigente. Se sentó y su cuerpo de cualquier forma obtuvo descanso. Enseguida miró hacia el pequeño hueco que debía contener el rollo de papel: no había nada. Por fortuna desde niño su mamá lo acostumbró a cargar un poco de papel higiénico para cualquier emergencia, y ésta era una.

Esa noche, luego de instalarse y dar un pequeño paseo por El Vedado, una zona donde las construcciones de mediados del Siglo 20 son lo más moderno de la arquitectura cubana, con algunos grafitis que dan muestra del buen arte urbano que hay en La Habana, regresó a la residencia para cenar un poco de congrí —el clásico platillo cubano de arroz con frijoles—, carne de cerdo, plátano, jitomate y pepino. No había servilletas de papel; las que usaban eran de tela verde. Qué elegantes son los habaneros, pensó el estudiante.

Al otro día, luego de las primeras sesiones en el Colegio Universitario San Gerónimo, Memo y el resto de sus compañeros fueron a comer a un restaurante ubicado en medio de La Habana Vieja, el Centro Histórico de la capital cubana. El acomodo de la mesa no variaba mucho a la de cualquier otro lugar: un plato grande con una copa al frente y los cubiertos a cada lado sobre una servilleta de tela —nunca vería una de papel durante su estadía en La Habana—. Antes que le sirvieran, Memo se fue a lavar las manos. A diferencia del primer día, el baño del restaurante estaba más limpio y olía a lavanda. Acababan de asearlo. Cerró la llave del agua, sacudió el exceso del líquido en el lavabo y jaló la palanca del contenedor de toallas desechables. Pero no salió nada. Caminó hacia uno de los inodoros y no encontró papel. Entonces se miró al espejo y se arregló el cabello con sus manos húmedas. Terminó de secarlas restregándolas en el pantalón.

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Dos días más tarde, mientras estaba orinando en el baño de la Universidad, otros dos estudiantes, un colombiano y un cubano, tenían una discusión. El sudamericano estaba preocupado:

—No hay papel en este baño. ¿Tú traes?

—Traigo una revista. Mientras cagas lo vas arrugando para que se haga suavecito —decía el cubano con una risa de burla.

—¿Y que el culo me quede pintado?

—O quítate una media ¿Tú qué dice? O te cagas en la opinión de algún intelectual cubano o tu pie queda desnudo.

—Yo traigo un poco, pero igual te lo vendo en un dolar —dijo Memo mientras enseñaba un pequeño rollo blanco de papel higiénico y reía.

—Qué putada la tuya, mexicano —el colombiano arrebató el papel y a su rostro volvió la calma, el alivio—. A la noche yo compro las cervezas.

II

Luego de una semana a Memo le quedaba claro que en La Habana era más fácil conseguir ron, cerveza, cigarros, comida, que papel de baño o servilletas desechables. Tal vez si hubiera ido en plan turista o si se hubiera hospedado en alguno de los hoteles de lujo y no hubiera salido de la zona de turismo, jamás se habría dado cuenta de este detalle casi invisible en la Ciudad de México, donde un paquete de cuatro rollos de papel se consigue hasta en 10 pesos. Pero en el resto de la capital cubana el papel higiénico y las servilletas brillaban por su ausencia. En las cafeterías servían los sándwiches y los perros calientes sobre un plato de cartón que luego era utilizado para limpiarse las manos y la boca. En la pizzería la gente se frotaba las manos al terminar de comer para que la grasa fuera absorbida por la piel, igual que crema humectante. Lo mismo en Coppelia, la famosa heladería de La Habana. En el baño del teatro Karl Marx, el mayor centro de espectáculos de la isla, no había papel, tampoco en los de las tiendas departamentales poco surtidas de la calle Neptuno. Memo racionaba el rollo de papel que colocaron en su cama al llegar a la residencia estudiantil. De alguna forma comenzaba a cubanizarse.

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En la casa de Ailén, una mujer que rebasa los 40 años y que aún vive con sus padres porque su sueldo no le alcanza para pagar una renta, sí hay papel higiénico. Ella, como todos los cubanos, habla casi a gritos, rápido, comiéndose por momentos las letras "R" y "S". Entre un café y otro le muestra su libreta de racionamiento y le cuenta que en 1963, unos años después del triunfo de la Revolución, se reguló la venta subsidiada de alimentos a través de ese cuadernillo que parece boleta de calificaciones de primaria. Entonces la distribución era abundante, a pesar que la medida se implementó luego del embargo económico que Estados Unidos impuso a Cuba. Ahí se incluía desde leche, pescado y café, hasta cerveza para bodas y cumpleaños. Además a cada persona se le otorgaba una tarjeta para ropa y productos no comestibles, que al parecer contenía el papel de baño. Sin embargo, en los años 90, tras el colapso de la Unión Soviética —que suministraba combustible, maquinaria, electrodomésticos y materias primas a la isla— y del bloque socialista del Europa del Este, Cuba cayó en una crisis económica y alimentaria. La agricultura se paralizó: no había tractores y demás aparatos necesarios para la cosecha. Tampoco había combustible para echar a andar los que quedaban. Por la misma razón las máquinas de las fábricas también quedaron paradas, incluidas las que hacían el papel. Disminuyó la producción nacional y el intercambio comercial. Impensable importar el higiénico y otros artículos de primera necesidad; nadie se atrevía a darle crédito al gobierno cubano porque no había una garantía de pago y, sobre todo, por las represalias que pudiera recibir de Estados Unidos, quien había recrudecido el bloqueo hacia la isla.

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Era el inicio del "Periodo Especial", una época cruda para los cubanos de a pie. Tania Quintero, una periodista autoexhiliada en Suiza, narra que en esa época el papel sólo se utilizaba para imprimir el periódico Granma y la propaganda del Partido Comunista. Y cómo eso era lo que había, con eso solucionaban el asunto que viene luego de "descomer". Las trabajadoras se secaban con las hojas amarillentas y sucias de los archivos burocráticos. Incluso hubo quien utilizó los libros de marxismo de la Universidad. Al final de cuentas ya había caído el comunismo, ¿para qué los querían?

III

Antes de entrar en "Periodo Especial", en Cuba había tres plantas de papel higiénico. Ahora sólo queda una, en Matanzas. Aún así, luego del año 2000, cuando lo peor de la crisis había pasado, se exportaba papel a Jamaica, Trinidad y Tobago, Guatemala y República Dominicana. Hoy corre el rumor entre los cubanos que una buena parte del abasto del higiénico se importa desde Brasil.

—Hace como dos años no había nada de papel en las tiendas y cuando había se acababa rápido—le cuenta Lily, una estudiante de periodismo de la Universidad de La Habana—. ¿Tú sabe que hago yo? Me llevo lo que sobra de los rollos que no terminan los huéspedes del hotel donde trabajo. Como hay que poner nuevos, ni modo que tirarlos. En realidad siempre ha habido poco papel, pero no es algo que quite el sueño; siempre hay forma de resolverlo —señala el Granma de la mochila de Memo y suelta una carcajada—.

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En 2013, Yoani Sánchez, la bloguera cubana más famosa por su activismo contra el gobierno de Castro, lamentaba en su cuenta de Twitter que los venezolanos no pudieran darle ese otro uso que tiene el órgano oficial del Partido Comunista. "Desabastecimiento de papel sanitario en #Venezuela, lástima que no haya periódicos Granma por allá, para usarlos en el baño como nosotros".


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Lily también le mostró a Memo un reportaje en internet donde se dice que una de las causas del desabasto de papel de baño a principio de 2014 fue una avería en una prensa de goma de cuatro metros de largo que compone la máquina que hace el higiénico. Detuvo el 30 por ciento de la producción durante los cuatro meses que la pieza estuvo en reparación en el extranjero.

En una calle cercana a la Habana Vieja Memo y Lily entraron a una tienda a comprar agua. Era un pequeño establecimiento gris, con algunos anaqueles semivacíos. Les llaman TRD —Tiendas de Recaudación de Divisas—, donde se puede comprar frijol, arroz, aceite y demás mercancías que se incluyen en la libreta de racionamiento, así como otros productos. Todos sus precios están en CUC, la divisa creada en Cuba para ser intercambiada por moneda extranjera y que sólo tiene valor en la isla —cada CUC equivale a 25 pesos cubanos, 80 centavos de dólar o 1.05 euros—. Memo vio apilados algunos paquetes de Sanitec, al parecer la única marca de papel higiénico que hay en Cuba. La silueta de un cisne navega en el frente de cuatro rollos de 400 hojas simples cada uno. Un cartón negro con números verdes dice que cuesta 1.20 CUC (en internet el precio es de 2.20 CUC). Abrió los ojos con sorpresa. La voz de Ailén regresó a su mente para recordarle que el sueldo mensual promedio es de 19 CUC. A veces limpiarse el culo con tiras de papel más suaves que el Granma es todo un lujo.

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IV

Debajo de una palmera, Memo leía un libro recostado sobre la arena de la playa de Santa María, mientras Eric, un estudiante de El Salvador, se bañaba en las aguas del Mar Caribe. Memo eructó. Acababa de comer un poco de arroz frito, carne de cerdo preparada como hamburguesa y un poco de verdura. De pronto la calma fue interrumpida por uno de esos reflejos de la mente. Tomó conciencia que en un par de horas tendría que buscar un baño. Eso no le preocupaba. Cerca había un pequeño hotel, también una cabaña. Podía pagar por usar el inodoro. En el último de los casos, a unos metros de la playa había una área con muchos árboles y vegetación. Lo que había perturbado su calma es que no recordaba si traía papel higiénico.

Buscó en su mochila y no encontró nada. Sacó su ropa y sacudió su toalla: no había papel. Después de muchos años, por primera vez salía a la calle sin un poco del higiénico. No paraba de preguntarse en qué momento comenzó a perder ese hábito. Eric se acercó:

—¿Qué buscas?

—Güey, ¿traes papel? —preguntó con preocupación el mexicano.

—¿A poco quieres ir al baño? —dijo el salvadoreño. Desapareció de su rostro ese gesto de calma que deja el mar.

—No, pero al rato me van a dar ganas.

—Creo que no traigo.

El estudiante centroamericano no dijo más. Su semblante serio hablaba por él; sabía que en algún momento él también tendría que vaciar el intestino. Eric abrió su mochila, sacó su ropa, también la toalla y sus tenis. No tenía nada, ni siquiera el Granma, que día con día guardaba celosamente. Los dos hombres trataban que ese detalle no les arruinara la playa. Pero tendrían que abandonarla más temprano de lo previsto para, en el mejor de los casos, encontrar un lugar abierto y comprar papel higiénico. De lo contrario regresarían a la estancia estudiantil antes que sucediera un accidente.

Memo volvió a revisar su mochila. La volteó para que la ropa, la toalla, los tenis y todo saliera de un jalón. Los objetos cayeron al suelo. Saltó entonces el estuche de las gafas oscuras. La abrió. Ahí estaba un pequeño rollo aplastado de papel. En su mente, Memo escuchó cantar a los ángeles. Eric regresó al mar y el mexicano volvió a su lectura, a la calma que provoca la playa y la seguridad que da un trozo de ese invento que, gracias a un tweet del escritor Owen Williams, supo fue patentado en 1891 por el neoyorquino Seth Wheeler. No importaba la hora y el lugar, él tendría el culo limpio. Esa tarde Memo no utilizo el papel. El arroz le provocó estreñimiento.

@MemoMan_

@CronicasAsfalto