A los mexicanos nos encanta sufrir la cruda

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Comida

A los mexicanos nos encanta sufrir la cruda

La cruda es dedicación. Por eso hay toda una cultura de comida para curarse esos malestares después de haber bebido mucho. En México nos encanta sufrirla, porque es la perfecta excusa para comer rico.

"Dios mío, si en la borrachera te ofendo, en la cruda me sales debiendo", dice el refrán popular mexicano.

Si te gana el ocio y te metes a buscar en Internet "cómo curar una cruda" (lo siento España, pero los mexicanos odiamos la palabra resaca) los resultados encontrados usualmente sugieren la ingesta copiosa de agua, consumir alimentos ricos en potasio, evitar comidas altas en grasa, tratar de reposar lo más posible y uno que otro loco recomienda practicar yoga. Pero todos sabemos que de la teoría a la práctica… hay un largo trecho.

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Le pregunté a varios familiares, amigos y desconocidos sobre sus alimentos favoritos para sobrellevar uno de los peores acontecimientos conocidos por el hombre y curiosamente ninguno mencionó agua, plátanos o saludos al sol como parte de su arsenal de soluciones.

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Todas las fotos son del autor.

Eso quizá sea sólo un reflejo de las personas con las que me rodeo. O tal vez es parte de algo mucho más complejo a nivel cultural y social. De cualquier forma, respuestas como "tacos grasosos nadando en salsa", "chilaquiles groseramente picosos", "una coca bien fría", "un aguachile bien bravo" y "seguir chupando" empezaron a permear mi encuesta.

La verdad no creo que lo pueda poner de otra manera: a nosotros los mexicanos nos gusta el masoquismo. Aclaro: no me puse a indagar en algún club oscuro lleno de parejas atrevidas y armadas con látigos. Me refiero al masoquismo gastronómico. Nos gusta sufrir la cruda, nos gusta comer alimentos grasosos y picantes y tener una buena excusa para hacerlo.

Y para presenciar el espectáculo de la comida para crudos en México basta con pasearse por los menús de los restaurantes de fin de semana, los mercados y las calles changarreras. Muchos extranjeros me han dicho que se han quedado sorprendidos, algunos incluso espantados, ante esta escena desbordante de comida post-fiesta.

Desde el norte, pasando por todo el centro y alcanzando los rincones del sur del país, encuentro tradiciones gastronómicas repletas de pequeños momentos masoquistas. Es un hábito que agarramos desde la infancia. Nuestro fervor por el picante es cultivado desde que somos niños, nos llenamos de Miguelitos, Gusanos, Rebanaditas o Pelón Pelo Rico en las fiestas de cumpleaños, las posadas o cualquier celebración. Después nos encontramos con las frutas espolvoreadas con Tajín; con que las tortas sin rajas de jalapeño no saben igual; y con las innumerables salsas que son componente indiscutible de los tacos —bueno, en general de casi todos nuestros antojitos—. Las amadas botanas como Sabritones, Churrumais o Rancheritos no se escapan de un baño generoso de jugo de limón y salsa Valentina, San Luis, Búffalo o Botanera. Y, para rematar, nuestras bebidas de cajón, como los clamatos, las micheladas y las sangritas, todas con algún tipo de elemento picoso.

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Estas sensaciones cítricas y abrasivas son parte de nuestro sistema gustativo. Es un baile cadencioso (o más bien como una quebradita) entre el placer y el dolor. Si no me creen, pregúntenle al director creativo de Sal de Uvas Picot.

Pero si ahondamos más en el tema, el pináculo masoquista que une a todo mexicano, sin importar el estrato social o su lugar de procedencia, es el de la cruda. Ese impuesto doloroso que todo mundo trata de evitar, pero que inevitablemente se tiene que pagar después del jolgorio.

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Desde el barrio más humilde hasta la colonia más ostentosa del país ha padecido este mal, y mientras muchas naciones se jactan de tener los elixires o fórmulas secretas para mitigar tan magnánimos síntomas; quizás países como Perú con su adictiva Leche de Tigre, Vietnam aportando con el Pho, Tailandia con su efectivo Pad kee mao (literalmente traducido a tallarines borrachos) 0 Corea con su caldo Haejangguk sean dignos contendientes; sin embargo, arriesgaré el pescuezo diciendo que no hay ningún otro país que ofrezca tantas opciones gastronómicas dedicadas a curar el dolor de cabeza después de una noche de tragos como México.

Nuestras alternativas no se limitan únicamente a saciar el hambre y combatir la deshidratación, sino que se convierten en un estudio a fondo de los achaques causados por tomar en demasía. No cabe duda de que si curar la cruda fuera un deporte olímpico, nos llevaríamos a casa el oro sin cuestionamiento alguno.

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Nuestros vastos conocimientos relacionados a la cruda no tienen fronteras, parece que para todo tenemos una solución.

La gastronomía de trasnochado abarca desde el mar hasta la tierra; las combinaciones de aves, carnes y mariscos con tortillas, bolillos, tostadas o caldos es prácticamente infinita. La simple mención de platillos como la pancita, pozole, birria o un caldo de camarón, son sinónimos indiscutibles de la cruda; incitando al saliveo y transportándonos a memorias borrosas empapadas en etanol, donde compartimos la mesa junto a otras inevitables víctimas.

Otros platillos y bebidas de mar, como el Vuelve a la Vida y el Ojo Rojo, se han vuelto clásicos en el repertorio y sus nombres delatan nuestra celebración descarada nacional hacia la peda. Es la absurda, pero eficaz filosofía de atacar fuego con fuego, dolor con dolor, irritante con irritante; empezamos a tomar con una michelada salseada y nos la curamos con el mismo veneno.

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La cruda para el mexicano representa al hijo bastardo de las fiestas: nadie sabe de dónde vino pero alguien tiene que hacerse a cargo de él. Y para poder hacerlo, uno tiene que experimentarla en carne propia. El dolor de cabeza, la famosa temblorina, las náuseas y la posición fetal son síntomas parecidos a los que uno experimenta con un mal de amores, pero es un mal necesario, un rito de pasaje.

La cruda también es un lenguaje que no se necesita expresar verbalmente, sino simplemente se requiere participar. La cruda es dedicación. Prueba de ello, son las multitudes con movimientos motrices torpes, arrastrándose fuera de sus camas los fines de semana; abarrotando las cantinas, los restaurantes y changarros alrededor del país. Todos disimulando lo mejor posible las caras de sufrimiento detrás de lentes oscuros.

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El mexicano celebra la fiesta tanto como la ausencia de ella; hasta en el momento de sufrimiento hallamos la forma de encontrar de nuevo el placer. Así la cruda, aunque un acontecimiento sumamente inconveniente, se vuelve un ritual gastronómico digno de conmemoración; una excusa más para el mexicano para sentarse a comer, beber y convivir nuevamente con seres queridos; postergando lo más posible la soledad y el estómago vacío.

El "¿qué pasó anoche?", el "ya no vuelvo a tomar así" y el "me lleva la chingada" se disipan eufórica y sabrosamente con cada sorbo de pancita, pozole o de clamato preparado; con cada mordida picosa de la torta ahogada o chilaquiles. Con una cucharada honda de un cítrico y glorioso coctel de camarón.

Todos sabemos que lo volveremos a hacer. Bienvenido al club del masoquismo.

Salud y provecho.